Tiene razón Pedro Sánchez. Hay que celebrar estos 50 años. Hay mucho que celebrar. Las conmemoraciones se podían haber aplazado algún tiempo, al de conmemorar las primeras elecciones democráticas o la Constitución que nos ha permitido la mayor etapa de paz, de convivencia y de progreso de la historia de los últimos siglos en España. Celebrar lo positivo siempre es bueno. Se podía haber aplazado pero, tal vez, Pedro Sánchez ya no sería presidente. Se podía haber hecho con consenso y acuerdos entre todas las fuerzas políticas, como se empezó a hacer la política en España hace cincuenta años, pero entonces no serían unas celebraciones de parte ni la exaltación de los intereses de Pedro Sánchez y de su Gobierno ni la historia podría ser manipulada como lo está siendo en los últimos quince años.
No hay que recordar, o sí, que Franco murió en su cama después de una larga agonía y que, en lugar de manifestaciones multitudinarias de alegría, lo que hubo fueron colas en el Palacio Real para dar el último adiós al dictador. No hay que recordar, o sí, que en esos momentos, como en los casi cuarenta años anteriores, el Partido Socialista ni estuvo ni se le esperaba. La práctica totalidad de sus militantes -todo lo contrario que el Partido Comunista, sus Comisiones Obreras y otros grupos más a la izquierda, no pocos militantes de la democracia cristiana y algunos monárquicos- no corrieron ningún riesgo ni protagonizaron ningún tipo de lucha antifranquista. Simplemente no existían.
Aun así, hay muchas cosas que celebrar y mucha gente a la que rendir homenaje. Habría que hacerlo a las últimas Cortes franquistas que se hicieron el harakiri, sabiendo que era el final del franquismo. Sin dudarlo, al Rey Juan Carlos, designado por Franco, sí, pero figura capital e indispensable en el, entonces, arriesgado cambio a la democracia, con inteligencia, sin sobresaltos importantes y con la máxima firmeza. Con Felipe VI, entonces un niño, aprendiendo lo bueno de su padre, que fue mucho. A todos los políticos de todos los colores que creyeron en la democracia y apostaron por el diálogo, el consenso y el cambio, desde Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda a Santiago Carrillo. Ellos y muchos más, que estaban en la política para servir, no para servirse, supieron ceder lo necesario para intentar construir un futuro mejor, imaginar inteligentemente para no volver a los enfrentamientos, construir una Transición ejemplar y mundialmente reconocida, aislando a los que querían que no cambiara nada o que llegara la ruptura. A la Iglesia, encabezada por monseñor Tarancón, ejemplar en su apoyo a la democracia y a la libertad, en tiempos muy difíciles. A los padres de la Constitución, que supieron negociar desde las enormes diferencias que les separaban y alumbrar un texto para todos, sin exclusiones. A los medios de comunicación y a los periodistas que se pusieron al lado de la libertad, la de información, la de expresión y la política. A países como Estados Unidos o Alemania que apoyaron sin reservas la democracia que se estaba construyendo en España. Y también a esa mayoría inmensa de españoles que apostó por la democracia y por la libertad sin ira para construir un país mejor, más justo, menos dividido a pesar de las diferencias.
Todo eso, sin duda, hay que celebrarlo. Pero ¿es eso lo que quiere celebrar Pedro Sánchez? No lo parece. Desde la llegada al poder de Zapatero, el inicio de la peor y más estéril etapa de la democracia, y, ahora, con Pedro Sánchez, uno y otro han buscado desenterrar a los muertos - sobre todo a uno, Franco- reavivar la confrontación, modificar la historia a su conveniencia y dividir al país en dos bandos incapaces de hablar, de negociar y de buscar consensos. ¿Qué estamos haciendo mal para frustrar lo que empezó tan bien, con tanto consenso, hace cincuenta años? ¿Por qué ese empeño estéril? ¿Por qué lo permitimos?