7 de la mañana. Mi teléfono no solo insiste en despertarme, sino que me anticipa de que existe como una extensión de mí. Apago la alarma y lo siguiente que hago es revisar la agenda, ojear la previsión del tiempo y leer los titulares. Todo esto sin salir de la cama.

En el ascensor, la app de Moovit me informa de que mi bus está a 2 paradas. De camino busco mi playlist favorita, y ya en el bus, respondo varios wasaps, reviso mis redes sociales y posteo alguna ocurrencia. El resto de la mañana transcurre en modo 'no molestar'. Aun así, me sirvo de validaciones SMS para acceder a varios sitios web, y resuelvo con ChatGPT y Copilot dudas que me surgen.

Durante la comida, coloco el móvil en horizontal y retomo mi serie friki del momento. Todavía no me he metido en la trama cuando me saltan varias notificaciones: una del cole de mi hija que me anuncia una circular y otra de la agencia de transporte confirmándome que tengo disponible un paquete.

El día avanza y me toca coger el coche. Ubico el teléfono en el salpicadero y me sirvo de Google Maps para que me guíe. Tras aparcar, abro otra app y gestiono una hora de estacionamiento. Después echo gasolina y uso el smartphone para pagar con mi tarjeta bancaria virtualizada. Esto me recuerda que debo 10 euros de un regalo, así que saldo la deuda con un Bizum.

Ya en casa me encuentro a mi hija pegada a la pantalla, pasando de Instagram a YouTube, y de TikTok a Snapchat. Intento hacer un alegato acerca de su dependencia al móvil y me mira de modo condescendiente. Cenamos y me voy a la cama. Antes de dormir reviso los últimos emails, oculto el aviso de lo poco que he caminado, me doy cuenta de que en todo el día no he hecho ni una sola llamada telefónica y pienso con cierta preocupación... «de aquellos barros, estos píxeles».