El título de esta columna corresponde a una novela que José Luis Martín Vigil, por entonces un cura superventas, publicó en 1979. Desde su primera obra, La vida sale al encuentro (1961), marcó un hito para los adolescentes del franquismo con una temática audaz- hijos descarriados, el sexo, la homosexualidad- y la técnica de un hábil narrador. España despertaba a nuevas libertades y los relatos ejemplarizantes de Martín Vigil funcionaban como un faro moral para la juventud. Por ello nos horrorizó saber, muchísimos años después, que había sido expulsado de la Compañía de Jesús y más tarde privado de su condición de sacerdote por sendas denuncias de pederastia, algo que la Iglesia acabó admitiendo tras silenciar los hechos durante largo tiempo. Resulta cruel que quien guiaba los sueños y las conductas de los jóvenes españoles incurriera, al mismo tiempo, en el más repugnante de los pecados.
Desgraciadamente, la pederastia dentro de la Iglesia no se reduce a este caso. Muy por el contrario, el Informe presentado por el Defensor del Pueblo el pasado 27 de octubre cifra en más de 400.000 los casos de abusos a menores, denunciando, no solo el terrible daño infligido a las víctimas, sino el encubrimiento por parte de la Institución. La Conferencia Episcopal acogió el informe con escepticismo, aunque posteriormente pidió perdón y consideró valioso el documento con cierta cautela. Pero el verdadero jarro de agua fría se produjo el 28 de noviembre, cuando el Papa Francisco convocó en Roma a la Conferencia Episcopal en pleno. Nadie dudó, dada la gravedad de la situación, que el tema iba a ser abordado y discutido pero, según informaron los asistentes, solo se habló de la crisis de vocaciones y los seminarios. «No hubo tirón de orejas», manifestaron complacidos.
Proclamo desde aquí mi profunda indignación por esta falta de respeto a las víctimas y a la sociedad española, y sumo mi voz a los que reclaman justicia y reparación para esos miles de inocentes. La Iglesia goza de una autoridad y unos recursos extraordinarios, y debería ser la primera en querer aclarar exhaustivamente lo sucedido, como han hecho en otros países. Silenciar, ocultar y negar son prácticas que nos remiten a unos tiempos que todos queremos olvidar.
Invoco las hermosas palabras de Jesús, «la verdad os hará libres», para que la Iglesia actúe como es su obligación y limpie esa mancha de deshonor que la cubre, ese doloroso olor a podrido.