A estos Sampedros que ayer por la noche ya agonizaban les hacía falta una buena traca final, y no fue hasta los últimos compases del desfile piromusical organizado en la avenida Constitución, cuando por fin se pudo ver la dimensión de un espectáculo que terminó pintando de colores la noche burgalesa.
Hasta ese momento el acto había discurrido a un paso lento. Dos de las esculturas del artista burgalés Cristino Díez ocupaban un sito en la calzada y se erigían como protagonistas. Desde la altura del parque Félix salieron cuatro zancudos con bengalas y una carroza por detrás con varios elementos. En lo alto un personaje escupiendo fuego y un músico con una guitarra iluminada de rojo.
El desfile pretendía dar una vuelta al correfuegos valenciano y tenía una temática donde los demonios eran el hilo conductor, de ahí que las obras de Cristino fueran seleccionadas al representar esa «monstruosidad». Conforme se iba avanzando, la gente podía ir siguiendo el recorrido por detrás, siempre custodiados por los responsables para que no hubiese que lamentar incidentes.
Entre las dos figuras, una de un pez con su esqueleto y otra de una araña gigante, las bengalas lucían. Pero cuando llegaban a las estructuras de las esculturas, se paraba el ritmo y se volvía todo más solemne. Dos actores distribuían gotas de fuego para rodearlas y el público miraba expectante. A más de uno le defraudó lo que estaba viendo, hasta que llegaron a la rotonda del Peregrino y allí se produjo el estallido real de este último acto pirotécnico de las fiestas.
De un momento a otro todo se volvió una dosis de ruido, color y petardos que volaban hasta el cielo. Ráfagas de intensidad reguladas que iban tomando consistencia, que se iban coordinando para sorprender, para no dar ni un segundo de tregua. Hubo una frecuencia en la que la música pareció tomar parte y la pirotecnia se encargó de darle ritmo. Y para rematar, una traca final en la que la infinidad de sonidos inundó la plaza.