Inquieta, y mucho, que Europa anuncie un plan económico de 800.000 millones de euros para rearmarse con urgencia. No tanto, -que también-, por el esfuerzo presupuestario que supondrá para todos sus países miembros o por lo que se reste a otras partidas sociales, sanitarias, asistenciales, educativas, industriales o medioambientales que también son necesarias, sino porque detrás de este enorme despliegue militar habrá otro enorme esfuerzo humano y social más costoso. Todavía no se han inventado las guerras sin ejércitos (y sin bajas militares y civiles). Las armas necesitan profesionales preparados y abundante tropa en su manejo y, sobre todo, necesitan de una sociedad que entienda que los tiempos de paz que hemos disfrutado desde que terminó la II Guerra Mundial están cambiando y que nos enfrentamos, como todo parece indicar, a la amenaza real de un conflicto a gran escala en un plazo hoy indeterminado.
Pero no veo en la calle, ni en los medios de comunicación, ni en las redes sociales, ni en los hogares la inquietud que sí se traslada desde Bruselas o que está obligando a Alemania al histórico gesto de renunciar a las limitaciones que se impuso a su rearme tras la derrota del 45. Nadie, de entrada, quiere valorar el riesgo que supone el despliegue de tropas 'de paz' europeas en el escenario bélico ucraniano, sin un respaldo necesario de Estados Unidos y con un Putin más reforzado que nunca. ¿Quién acompañará a los británicos y franceses si esto sale adelante? ¿Los españoles nos quedamos en la ayuda militar puntual y los abrazos a Zelensky?
Las únicas respuestas que se han dado a estas dudas es que «ahora no toca» y todos tan contentos en España (no queremos ver). Europa esta advirtiendo de que «sí que toca», de que toca a todos sus países miembros y a sus sociedades apoltronadas en la tranquilidad efímera de su estado del bienestar.