Me encanta el Cineclub de Aranda. Soy socia desde hace muchos años y, tengo que confesarlo, me ha mal acostumbrado. Porque en el Cineclub las películas empiezan a su hora, casi siempre sin la innecesaria publicidad (a veces se cuelan anuncios de los próximos estrenos de la distribuidora), no suele haber ruido (ni convulsivos zampadores de palomitas ni ruidosos sorbedores de refrescos), suele haber una temperatura correcta (aunque alguna vez, rota la calefacción, nos hemos quedado a ver la película con el abrigo puesto) y, en general, la ocasión propicia el disfrute del cine en todas sus facetas.
Digo que me ha mal acostumbrado comparando con dos experiencias recientes en el cine comercial.
Era verano y decidimos ir a ver una película que nos pareció interesante. En la calle, 30 grados. O más. Un vestidito ligero era todo lo que llevaba puesto. Y entramos al cine y empecé a tiritar: el aire acondicionado estaba en todo su apogeo, parecíamos pingüinos en un frigorífico. Salimos un momento de la sala y pedimos que lo parasen un poco, o que, al menos, fuese menos intenso. Y el empleado nos dijo que eso estaba programado así y que él no podía cambiarlo. Tuve ganas de preguntar dónde podía alquilar una chaqueta, pero me aguanté, vi la película y me prometí a mí misma no volver a ese cine nunca más en verano.
En otra ocasión, hace unas semanas, en ese mismo cine, los problemas no fueron de temperatura, sino de sonido. Entramos a la sala y el ruido era atronador: los cinco o diez primeros minutos eran publicidad de comercios locales (entre ellos una óptica especializada en audífonos, tiene bemoles), sonaban a todos los decibelios posibles, casi no nos oíamos (y estábamos gritando). Y, cuando preguntamos al empleado, nos dice que para eso es, para que la gente pueda hablar sin que el de al lado le oiga, que no lo puede bajar, que está así programado, etc. Hemos decidido entrar a la película molestando a todo el mundo, cuando ya haya empezado, para no tragar ruido innecesario de una publicidad gritona e hiriente para los oídos.
Ya lo de los otros espectadores (charlatanes en voz alta y ruidosos devoradores de palomitas) sabemos que no tiene remedio.