Hace años, un 'camarada' del balonmano describía su «finta de esguince de tobillo». Su intención era abrirse, pero apoyó mal el pie izquierdo y se dobló dolorosamente la articulación. Por instinto o sencillamente porque ya solo le sostenía el pie derecho, corrigió su maniobra y se fue hacia adentro, donde encontró un hueco imposible. ¿Adónde había ido el defensor? Gracias a ese esguince, el amago más creíble de su carrera, engañó a su par y pudo anotar su último gol en aquel partido… y un par de semanas.
Regatear es, básicamente, engañar. Convencer al defensor de que no hay otra opción posible a 'esta' y hacer 'aquella' por sorpresa. Y en espacios cortos, como el que tenía Brahim en la jugada del 2-1, no hay sitio para correr. Necesitas pierna rápida y amagos creíbles, lo justo para generar unos centímetros de libertad dentro del área y poder conectar un disparo letal.
No es justo decir que el gol desnudó a Giménez. El uruguayo aguantó fintas hasta que llegó la definitiva: un 'esguince' de Brahim. ¿Lo vieron? Durante unas décimas de segundo, el tobillo izquierdo del marroquí se dobló sobre el verde. Él no quería, pero sucedió. Y en ese ridículo instante, Giménez compró el más efectivo de los engaños, el más inesperado. El pequeño y potente tren inferior de Brahim ayudó a que la cosa no terminase con el ligamento tocado, sino todo lo contrario: en el gol del triunfo y la ventaja merengue hacia cuartos de final. Como aquella vaselina inverosímil de Mbappé ante el City, ejecutada con la espinilla derecha apuntando al palo derecho de Ederson y colándose por la izquierda, a veces lo más efectivo es lo que ni siquiera tú mismo quieres hacer.