Mi nuevo libro llegó a librerías la semana pasada.
Publicar una novela siempre se siente como un salto al vacío. El arte de la escritura es muy introspectivo, solitario y personal. Cuando llega el momento de compartir una historia que ha sido tu «pequeño secreto» con el mundo, te sobrecoge una mezcla entre ilusión y vértigo. Esas son justo las dos palabras que siempre utilizo para resumir el proceso creativo de esta obra, aunque hoy no vengo a hablar del libro en sí, sino de la lección que aprendí hará cosa de dos años y me ha permitido escribirlo.
El perfeccionismo es la antítesis de la creatividad.
¿Cuántas veces nos hemos rendido antes de probar algo solo por miedo a hacerlo mal? ¿Cuántas veces nos ha privado la autoexigencia del mero placer de ser creativos sin presiones? Si a usted le gusta escribir, seguro que esta le suena: ¿cuántas veces ha abandonado la escritura de un manuscrito porque no conseguía pasar del tercer capítulo? No importa que ya tuviera estructurada buena parte de la historia. Esos primeros tres capítulos nunca le parecen lo bastante buenos. Como consecuencia, entra en un bucle: escribe, borra, reescribe, y así millones de veces, hasta que, frustrado, acaba tirando la toalla.
Anne Lamott contaba en su libro Pájaro a pájaro que para ella la inspiración es como un niño que hace un dictado en tu cabeza. Nosotros, como escritores, solo somos mecanógrafos: escuchamos al niño y movemos los dedos sobre el teclado. El problema es que, cuando uno habla, no es correcto formalmente: repetimos términos, usamos muletillas, dejamos frases a medias… Si intentamos poner en orden lo que el niño nos está contando, si nos enfrascamos en esas ansias de perfección, dejaremos de prestarle atención a todo lo nuevo que nos está contando. Él pasará a otra cosa y nosotros seguiremos en el capítulo tres.
Para mí ese niño son mis personajes. Suelo decir que mis protagonistas se escriben a sí mismos, por lo que la metáfora de Anne me parece muy acertada. Cuando leí su obra el año pasado, asumí que tenía un problema con el perfeccionismo y me propuse ponerle solución. Decidí que me sentaría a escribir sin miedo, sin filtro y sin presiones. ¿Tenía más o menos ideada la historia hasta el capítulo diez? Pues entonces escribiría hasta el capítulo diez. No iba a pararme a pensar en si lo que escribía era bueno o no. Mi único objetivo era llegar hasta el final. Tenía vía libre para inventarme palabras. Escribir frases incorrectas. Cambiarles el nombre o el color de ojos a los personajes. Solo tenía que llegar al capítulo diez.
Una vez que terminaba, dejaba que el manuscrito reposara durante unos días.
Hice esto durante todo el proceso de escritura de Nuestro lugar en el mundo.
Cuando volvía a leer esos capítulos, rara era la vez que no pensaba que eran muy buenos. Descubrí que, cuando dejaba de lado mi autoexigencia, la escritura se volvía mucho más sincera, espontánea y visceral. Fluía como una melodía. Eran mis personajes quienes hablaban, no yo. Y era ahí, cuando ya tenía esa base llena de ideas innovadoras y emociones, cuando empezaba la reescritura. Era el momento de buscar, ahora sí, la perfección. También lo dijo Anne Lamott: «es preferible trabajar sobre un borrador mediocre que sobre una página en blanco».
Esta reflexión se puede extrapolar a muchas otras facetas de la vida. Qué faena sería que renunciáramos a esa espontaneidad, a esa magia de probar cosas nuevas, solo por miedo a equivocarnos. Como les he comentado al principio, hace una semana publiqué nuevo libro, y es el libro del que más orgullosa me siento en toda mi carrera, lo que no deja de ser curioso, porque es el primero que he escrito dejándome llevar, sin presiones.
Resulta que, para hacer algo bien, solo hay que perder el miedo a hacerlo mal.
Quién lo diría, ¿verdad?
#TalentosEmergentes