Vivimos en un planeta hiperconectado donde existen herramientas digitales que permiten a cualquiera que tenga un dispositivo móvil saber lo que quiera de cualquier rama de la actividad y del conocimiento humano, incluido el de la organización política y el funcionamiento de las instituciones en cualquier país del mundo. También puede mantener una videoconferencia con quien crea conveniente. Además, España tiene una actividad y un servicio exterior, tanto de la administración general del Estado como de las comunidades autónomas, con más de 200 embajadas y consulados, representantes permanentes en organizaciones internacionales, oficinas comerciales, etc. con funcionarios destacados sobre el terreno a los que se puede preguntar.
A pesar de ello nuestros diputados y senadores, que ofrecen un espectáculo penoso en su quehacer diario, lejos de utilizar esos recursos necesitan ir en grupo, como si fueran de excursión, a sitios como Astana, Cartagena de Indias, Canberra, Colorado Springs, Diyarbakir, Dubai, Estambul, Halifax, Islamabad, Luanda, Manama, Marrakech, Nueva Delhi, Nueva York, Punta Cana o Yerevan (no cito otras ciudades que harían el relato interminable). Lo llaman viajes oficiales, y nos cuestan más de ocho millones de euros anuales. La cuestión es si esos viajes sirven para algo más que para el disfrute de sus señorías y si España gana algo o se mejora en algo nuestras vidas.
Quiero imaginar que el resultado de tanto afán viajero a tantos sitios para intercambiar experiencias con otras gentes e instituciones es que nuestra democracia, nuestra sociedad, la proyección internacional del país, o lo que sea que nos interese, ha mejorado en proporción al dinero gastado, al que hay que sumar los gastos en viajes al extranjero de los parlamentarios autonómicos. Visto como está el patio, tengo dudas más que razonables de que eso sea así. Luego nos dirán que peligran las pensiones.