El mundo se ha vuelto un lugar irreconocible en el que, cada jornada, uno se topa en las noticias con lo que el día anterior era impensable (por aberrante), y ese espanto es superado la jornada siguiente. Así, al final de una simple semana, en estos tiempos descarriados, apenas queda nada identificable de cómo era el mundo siete días atrás.
En medio de esta sensación de caída apresurada hacia lo oscuro e incierto, uno trata de buscar alguna certeza, algún lugar seguro y reconocible en el que refugiarse, un territorio donde las cosas conserven una lógica y un orden. Y ese espacio, para mí (y supongo que para muchos), es el camino al colegio por la mañana acompañando a los hijos. Ese pequeño rito diario, caminando por supuesto, encierra muchas de las esencias de la vida, que se desarrolla en una coreografía milimetrada en la que entran y salen los personajes siempre a tiempo. Es un baile en el que se entrecruzan por un instante vidas que solo se tocan ahí, extrañas pero también unidas, precisamente, por ese momento. No nos saludamos, pero nos conocemos y nos echaríamos de menos.
En nuestro caso, la obra arranca a pocos metros de casa, con ese señor muy mayor que a las nueve menos cuarto, pulcramente vestido, sale de su casa con una bolsa de basura, da igual que diluvie. Después entran las dos mujeres, que se ve tienen complicidad y caminan de charla animada a buen paso hacia su trabajo. Sigue el hombre que pasea solo y despacio con un solo auricular cerca del paso de cebra, ajeno al trajín de esa hora de la mañana. En el parque, como a mitad, entran el niño y la niña de últimos cursos de primaria a los que lleva su padre, que siempre fuma. Ya cerca del puente, se apresuran la madre, el niño y las dos hermanas pequeñas nigerianas (por casualidad sabemos su origen) que llevan peinados alucinantes e imposibles, distintos cada día.
La joven con el carrito de bebé que llegará por la derecha; el niño, ya mayor, que nunca quiere caminar y su madre carga como puede con él; los cuatro monjes ciclistas (que de todo hay) que vuelan sobre su carril y, casi llegando, las dos madres que hablan a la vez esperando el semáforo eterno mientras sus hijos están a su bola. Y, por supuesto, nosotros, personajes para los demás, que entramos cuando nos toca y hacemos lo nuestro, contribuyendo como todos a que el mundo, al menos de camino al cole, sea un lugar con alguna certeza a la que agarrarse. Un pequeño refugio en medio de la zozobra, que no es poco. Salud y alegría.