El pasado lunes, Paul McCartney dio un concierto en Madrid y allí estaba yo, con la emoción de quien va a (re) encontrarse con un novio de juventud. Nada hay como la música para guardar las esencias de lo que fuimos y sentimos, ese puñado de canciones que son el albacea de una vida. Porque los años que se fueron se quedaron en una banda sonora que, de volver a sonar, nos traslada a aquel tiempo con los cuerpos y almas de entonces. Somos nuestra música, como comprobé de nuevo el lunes en Madrid.
Los Beatles marcaron mi vida, hasta el punto de que estudié Filología Inglesa para acercarme a su mundo e irme a Inglaterra cuando nadie iba. Recuerdo la primera vez que vi su imagen en un disco, a comienzos de los 60, con un peinado y una música revolucionarios que enseguida adoptaron los chicos españoles. Los melenudos, como se los llamaba, nos mostraron otro mundo a través de canciones mágicas y llenas de color, en contraste con aquella España gris y monótona.
McCartney ha vuelto a Madrid con 82 tacos, la melena blanca, el rostro surcado por los años y el carisma y el talento de siempre. Bastaron unos acordes de Can't buy me love para conseguir esa vibración individual y colectiva de los grandes conciertos: 16.000 corazones latiendo en un acorde único y universal, allí y entonces. Glorioso. Pero también supo arrullarnos en solitario con canciones intimistas como Blackbird, hacer guiños a Lennon y Harrison y abrir la espita del recuerdo sin caer en nostalgias dolientes, quizá su mejor don. Porque McCartney recorrió nuestro mapa musical como un acto de celebración, como una epifanía que revela prodigios nuevos en temas viejos. Sin duda, su secreto es conservar la pasión, ese tesoro que disfrutan los elegidos y que los años no doblegan, además de saber transmitirla. No necesito decirles que (re)viví con él historias dormidas y que me devolvió mi juventud, agazapada en ese tiempo detenido que es la música.
Porque la música nos resucita. Si aún conserva Ud. sus vinilos, quíteles el polvo y déjese llevar por las canciones de su vida, que ya verá cómo se olvida del lumbago. McCartney nos ha dejado un concierto histórico, del que se despidió tras casi tres horas sin parar con un «hasta la próxima», jovial y optimista, como si tuviera toda la vida por delante. Tomamos nota, maestro.