Pocos son los ciclistas con la valentía suficiente como para utilizar los ciclocarriles que les reservaron en carreteras de la capital hace más de un año, y no me extraña. He visto a conductores de autobuses urbanos casi empujándolos por la calle Vitoria, en los tramos en los que no les queda más remedio que compartir el carril, y de quienes van al volante de coches particulares, mejor no hablar; cuando no les pitan o insultan, los adelantan de mala manera. Siempre hay excepciones, claro, pero basta con echar un vistazo a esos carriles con velocidad supuestamente limitada a 30 por hora para comprobar que no están cumpliendo el cometido para el que fueron diseñados.
Es más, libres de los ciclistas que deberían estar utilizándolos, se han convertido en carriles de aceleración. Hay muchos ejemplos de esta circunstancia, que es particularmente llamativa en el primer tramo de la avenida del Arlanzón (hasta el cruce con la Plaza del Rey) o en la calle Vitoria (desde la antigua hasta el arranque de la avenida Cantabria). En los tramos en los que estas carreteras tienen dos carriles, suele haber una larga fila de coches por el que permite circular a 50 kilómetros por hora y nadie o casi nadie por el que reduce en veinte kilómetros el máximo. Así que hay quien lo utiliza para circular a la velocidad que le parece y adelantar por la derecha sin pensar en el riesgo que eso supone para quienes están tratando de cumplir con el reglamento.
Yo me pregunto de qué sirve implantar medidas de este tipo si nadie se va a preocupar de que se cumplan. Es evidente que los primeros en respetarlas tendrían que ser los conductores, pero dado que eso no sucede, la autoridad competente en la materia debería asegurar que el ciclocarril cumpla su objetivo con garantías para todos.