Este periódico publicaba ayer domingo un reportaje en el que se abrían las puertas de La Cartuja, se llegaba donde no es frecuente hacerlo. Se paseaba fotográfica y literariamente por el enorme claustro; se caminaba por pasillos que se pierden en el punto de fuga y se dejaban las huellas en jardines en los que parece se ha sembrado melancolía.
Se trata de un recorrido por otro mundo que, en este caso, es guiado por uno de los catorce monjes que allí habitan, el hermano Ernesto. Y lo que muestra el fraile en el paseo, además de lo evidente, es lo que no se ve, ni se oye; lo que en el mundo de esta parte del muro de La Cartuja casi ni se recuerda: el silencio. Ernesto reconoce al periodista (Rodrigo Pérez Barredo) que está pronunciando sus primeras palabras en cinco días y le cuenta que es el silencio lo que habita en realidad el monasterio, lo que llena las estancias. Y, a partir de ese silencio, arma su propia vida. Se trata de un silencio curativo, introspectivo, que se opone al ruido; un silencio que se nos niega y nos negamos a nosotros mismos constantemente.
Asegura el religioso que todos necesitamos el silencio porque «es una herramienta de escucha, es para abrir los oídos», nada menos. Pero no podemos o no queremos probarlo (o las dos cosas), porque quizás tengamos miedo de lo que se pueda descubrir en ese vacío de estímulos, frente a frente con nosotros mismos. No hay momento en el día a día en el que el silencio sea una opción (móviles, aplicaciones...). Yo mismo, mientras escribo esto, he elegido escuchar música con auriculares (Blue train, de John Coltrane), para tapar el silencio, por costumbre, por vértigo, por compañía, por miedo...
Ernesto contaba que el silencio engancha, te conecta con todo a otro nivel, te coloca en una perspectiva distinta, sana. No puede ser de otra manera porque lo contrario de silencio es ruido: el ruido exterior que no cesa y el interior que a veces atruena o se mueve entre las nubes y los claros y que, en lugar de abordarlo, lo tapamos con más ruido.
Viendo las fotos del reportaje, inundadas de esa luz blanca de mañana invernal castellana, uno echa mucho (pero mucho) de menos ese silencio tan caro en esta vida en la que, tantas veces, corremos para no llegar a ningún sitio y gritamos para no decir gran cosa.
Salud y alegría.