El que esto escribe es un humano que ha cumplido un sueño, colmado un anhelo. Y concretamente lo ha hecho este pasado fin de semana. ¿De qué se trata? Pues de que, por fin, he conocido en persona el Valle de Mena. En estos tiempos de viajes transoceánicos y periplos planetarios (a menudo un producto de consumo más), un desplazamiento sin salir de la provincia puede parecer una nimiedad pero, ¿ha estado usted allí?, ¿lo conoce? Si la respuesta es positiva no le parecerá poca cosa mi aspiración cumplida, y si no lo ha visitado ya está tardando, porque es fabuloso.
Mi romance con este territorio comenzó por foto, alucinando con imágenes que a poco que a uno le atrape la naturaleza dejaban K.O. No se correspondían con nada que uno pudiera relacionar con esta provincia y casi con este país. ¿Esta maravilla está aquí? El caso es que, a pesar de tenerme pateadas Las Merindades, me faltaba el Valle de Mena y el sábado, casi como si de una liturgia se tratara, entré por el oeste, por Irús, con el viento de cola. Y yendo con las expectativas tan altas, no defraudó. ¿Y qué es lo bueno? Pues se podría decir que todo de esa naturaleza desbordando libre y poderosa: el agua saltando brava en cascadas en medio de hayedos, verdaderas catedrales del campo; ríos, como el Cadagua, naciendo de riscos con el ímpetu de un Amazonas incipiente; palabras, nombres evocadores como Artieta, Lezana, Cantonad, Sopeñano, Siones, pueblos salpicados de casonas de piedra que no podrían quedar mejor ahí, al lado de prados más suizos que los suizos, a tres pasos de dehesas de robles que otoñan por minutos y se convierten en pinares o, de nuevo, en imponentes hayedos. E incluso, para paladares exquisitos (o desviados), naufragios industriales por los que estremece pasear entre su poesía del abandono (Valca)… Y más piedras, milenarias, en torres, ábsides o capiteles románicos, que han visto todos los amaneceres que hubo, y los que vendrán.
Todo eso está, y por toneladas, pero lo sobrecogedor es la sensación que se le posa a uno, no sé si en el hombro, como un halcón, en el estómago o en el pecho. Sucede que desde casi todo el valle se tiene la sensación, omnipresente, de precisamente estar en un valle, enmarcado en un escenario abierto enorme (como de western) pero definido por los riscos que lo cierran de continuo casi en el cielo. Se ven los límites de ese lugar bellísimo que parece tener presencia propia, alma, que casi respira en su inmensidad, que le hace a uno muy pequeño, pero a la vez lo inunda y lo hace sentir, sin más, parte de ese todo. Un subidonazo. La naturaleza sin freno, como en un poema de Whitman, en esta provincia. Yo, al fin, lo he visto. Salud y alegría.