Si ha circulado en coche en los dos últimos años por el puente de Capiscol (dirección Gamonal) habrá visto mil veces que uno de los dos carriles permanece cortado. Está detrás de esa especie de cerramientos plásticos rojos y blancos que se usan en las obras, lo que hace pensar que, precisamente, se está llevando a cabo algún trabajo, o al menos eso he creído yo siempre, ingenuamente. Resulta extraño, eso sí, que demoren tanto en acabar la faena (sea la que sea) en un tramo de como mucho cincuenta metros, que no parece estar tan mal ni ser peligroso, más aún cuando por el carril de al lado se puede circular con normalidad.
Pues lo que sucede es que no hay obras, no las ha habido y, como ha publicado este periódico, de momento no las va a haber. El problema del puente es que está fallando la junta de dilatación (dilatación, ¡que ironía!), que a uno le suena a junta de la trócola, a junta de vecinos, a «Uff, esto va a ser un lío». Pero que, en realidad, es una pavada que se arregla con 150.000 euros, que estaban presupuestados para este año y se pierden, porque la obra se va, al menos, a 2025. Una vez más, el problema no es el dinero (que estaba) sino la burocracia, esa fuerza oscura que domina el mundo. Resulta que la empresa encargada de redactar el proyecto renunció a hacerlo y se tuvo que volver a empezar con toda esa vaina de procesos, adjudicaciones, pliegos y demás. Y, de nuevo, una obra que igual se ventila en un mes, ni está ni se la espera. Es más fácil dejar ahí cuatro conos y ya, como si a uno se le rompe la patilla de las gafas, tiene dinero para otras, pero prefiere andar un par de años sujetándola con cinta aislante.
Ya va tocando pensar en dar un meneo a cómo funciona la administración pública, a sus normas y mecanismos, porque si con las actuales no se puede arreglar ni esta nimiedad en años es que, evidentemente, no sirven. Porque, ahora mismo, dándole vueltas, la única solución que a uno se le ocurre para el problema concreto del puente es que, por lo que sea, haya que cerrar el otro carril y no quede más remedio que ponerse las pilas y acabar la obra (o cerrar todo el puente); aunque igual ni así.
También podría no ser culpa de nadie y que, simplemente, sea cosa de la fatalidad capiscolera, esa especie de maldición que impide llevar a buen puerto cualquier obra en ese barrio, ya sea un puente o un centro de salud. Frente a ese mal de ojo, solo queda llamar a un chamán y que prepare un conjuro, aunque, claro, también habría que sacarlo a concurso. Salud y alegría.