Diego A. Manrique

Cazador furtivo

Diego A. Manrique

Crítico musical


Lola Flores tenía filo

28/01/2025

Era inevitable que conociera a Lola Flores. En El Ambigú, nuestro club de rock en la madrileña calle Leganitos, había una estatua suya en el recibidor, recordatorio del pasado del local como antro flamenco. Durante los movidos años 80, además, coincidías con sus hijos.

Rosariyo ya había sacado su primer disco, el breve Vuela de noche (1984), pero no estaba profesionalizada; formaba pareja con el inflamable Quique San Francisco. Antonio era el díscolo rockero, dado a la vida peligrosa. Residió durante largo tiempo en un edificio de apartamentos en Cuatro Caminos que parecía el Laberinto de pasiones almodovariano y no digo más.

¿Y Lola? Era la matriarca sufrida, empeñada en pilotar aquella familia complicada. Detestaba el dolce far niente de su marido, Antonio González, genuina gloria de la rumba catalana; cada poco, le empujaba a volver a los escenarios. Alguien que estuvo en los ensayos para una de estas reapariciones, me describía asombrosos desmadres, mucho vicio. Y una Lola furiosa, que insistía en que El Pescaílla se preparase un repertorio completo.

¡La doble imagen de Lola! Estaba la ludópata, la de los arranques únicos, la que se atribuía la encarnación de la España cañí. Y luego la peleadora, la que se implicaba. Durante la famosa huelga de actores de 1975, el aparato franquista mostró su dureza: es leyenda que Lola se presentó en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, donde logró arrancar a Rocío Dúrcal del calabozo. Ejercía la solidaridad con las compañeras. Recordaba Celia Cruz su temporada en el cabaré Nueva Romana, en la periferia de Madrid. Corrían los primeros años 70 y la música tropical estaba olvidada; Celia actuaba ante una sala vacía. Lola acudió al rescate: cada noche, después de su función, liaba a sus compañeros más juerguistas para que se desplazaran hasta la Cuesta de las Perdices a disfrutar de la Guarachera de Cuba.

Hubo una posibilidad de tratarla profesionalmente. Tomás Muñoz, el legendario capo de la discográfica CBS, me propuso como guionista para el Homenaje a Lola Flores a celebrar en Miami en 1990. Muñoz quería implantar un relato: al estilo de lo hecho para relanzar a Tina Turner, deseaba retratar a Lola como la gran superviviente. No fue posible: el Homenaje se quedó en una gala televisiva, con demasiados duetos y ditirambos. 

Sospecho que no se la valoraba adecuadamente. Siempre se citaba una supuesta frase del New York Times: Ni canta ni baila pero no se la pierdan. Aquello no me sonaba a lenguaje del Times. Aparte, la premisa era falsa: claro que cantaba y bailaba. Hasta que un día me metí en el archivo del periódico y descubrí que no, que nunca se había publicado eso ni nada parecido. Lo conté en El País pero el bulo sigue rodando.

En 1994, se presentaba en el Ateneo madrileño el primer disco póstumo de Camarón de la Isla. Allí estaban Lola y su hijo. Este se empeñó en darme a conocer a la Faraona: «mama, mama. Este es Diego Manrique, que escribe sobre música». Suspicaz ante los amigos de Antonio, Lola me disparó: «Y usted, ¿qué escribe, letra o música?». No, soy periodista, escribo sobre música. Me miró con cierto desprecio y no dijo nada; se marchó en busca, supongo, de gente más provechosa. Antonio se quedó consternado. Le tranquilicé: «ha sido puro Lola Flores».

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