Le llamaban el Conde Crápula. Se le suponía un conocimiento exhaustivo de los antros más turbios de Madrid. Aglutinaba a su alrededor una cohorte de kamikazes, visionarios y viciosos.
Quizás exageraban. Para mi primera interviú con Sabina, el tipo llegó a mi casa a las 11 de la mañana, como habíamos quedado. Venía de empalmada, confesó, pero estuvo ingenioso. Desconocía yo los poderes estimulantes del clorhidrato de cocaína y me quedé impresionado ante alguien tan chispeante tras pasar una noche en blanco.
El lastre de Joaquín en el Madrid de la movida: se le situaba en el reducto de los cantautores cuando él aspiraba a la tribu de los rockeros. De hecho, se empeñó en actuar dos fechas en la legendaria sala Rock-Ola, sin que eso cambiara la valoración general. Su problema era más profundo: hacía canciones deslumbrantes en elepés irregulares, torpedeados por producciones equivocadas y feas portadas (unos defectos que solo se subsanaron en 1999, con el sublime 19 días y 500 noches).
Para entonces, ya estaba habituado a entrevistarle en su casa de la calle Relatores. Conocí aquello cuando funcionaba como piso franco para una multitud de amigos que tenían las llaves; advierto que allí nunca encontré el ambiente orgiástico que se suele describir. Más bien, descubrí su incomodidad ante algunos de los habituales. Como el crítico de cine que, se quejaba Joaquín, «nada más llegar, trae mal rollo».
Resultaba hasta cómico el desapego de Sabina ante los que se empeñaban en cuidarle. Una noche, alguien le preparó una paella épica; el destinatario solo probó un bocado antes de invitar a todos los presentes. Como anfitrión, rozaba la perfección. Fuera del ritual de preguntas y respuestas, te podía adelantar canciones nuevas o permitirte escuchar maravillas como la sesión (todavía inédita) que grabó en Lima con los músicos de Chabuca Granda.
Imposible hacer planes con él. En los años noventa, Rubén Blades andaba rodando por Madrid y me expresó sus deseos de conocerle. Lo organicé todo para concertar una cena hasta que, pocas horas antes, Isabel Oliart -su mujer de entonces- me avisó que Joaquín estaba comatoso y que urgía suspenderlo. Tuve que contar una milonga al autor de Pedro Navaja para que no se sintiera desairado.
Con Joaquín, surgía la magia. Cierta noche lluviosa, al verme desamparado en la Gran Vía, me rescató en su taxi y fuimos a su guarida. Para mi pasmo, al poco apareció por sorpresa Charly García, el más carismático de los rockeros argentinos. Sabina adoraba su obra e intentaba celebrar su genialidad; cuando se daba la vuelta para buscar un CD o un VHS, Charly -un jodedor, en el argot caribeño- le hacía burlas pueriles.
Eso ya no ocurre. Sabina ha cambiado de amistades: ahora se mueve en su círculo literario y -tengo anécdotas hirientes- íntimamente parece desinteresado por la música. Sí, triunfa en directo; lanza discos correctos, aunque sin chispa. Cuando le veo en entrevistas, con esa risa tonta, hasta siento tristeza. Puede que el personaje se haya comido a la persona.