Otra vez Navidad. Para mí ya es tradición escribir una columna en la que, salvo el año pasado en el que mi corazón se encogió por un súbito problema de salud de una persona a la que aprecio, siempre he intentado disfrazarme de George Bailey y apuntarme a la mirada llena de emoción que Frank Capra nos contagia en la película Qué bello es vivir. Así que ya suena Sinatra, otro Frank irrepetible, con sus maravillosos villancicos mientras decoro la casa con mi mujer y mi hija como lo hacía con mis padres hace ya muchos años, tal vez demasiados. En mi familia, hemos intentado dar a los más pequeños la misma felicidad que nos dieron un día nuestros mayores y seguimos compartiendo juntos momentos en los que la calidez se adueña de estas fiestas.
Pero sé que para muchas personas estos días son una tortura. Un día alguien me dijo: «Si existiera una pastilla que me hiciera dormir desde el día 22 hasta el día 8 la tomaría sin dudarlo». Y es que la alegría de tiempos pasados puede llegar a ser un cuchillo de doble filo, sobre todo si en los momentos presentes falta aquel aroma de unión y de gozo. Entonces se agranda la ausencia de seres queridos y la mente, llena de felicidad caduca, provoca que el ánimo no brille en bolas plateadas que cuelgan de árboles llenos de luces.
Yo, que siempre he sido enemigo de aconsejar rutas y atajos para despistar a la tristeza, hoy me atrevo a recomendarles que intenten mirar estas fechas de forma distinta, con la consciencia de que el ayer se conjuga en pasado y que la felicidad puede fluir de muchas maneras. A estas alturas, cada uno ya sabemos cómo actuar para que la amargura no se adueñe de nosotros. Y aunque a veces parezca complicado, lo hacemos cotidianamente sin percatarnos de ello. Sea como fuere, ojalá el veneno que a veces aporta la nostalgia no nos atrape nunca. Que pasen todos una feliz Navidad, sin necesidad de pastillas que les hagan dormir quince días.