A veces me asomo a mi modesta ventana por la que veo transcurrir la existencia y advierto con pesar cómo las desigualdades, las diferencias y la insolidaridad se han adueñado de nuestras vidas. Todavía recuerdo una noticia que publicaba este periódico: Uno de cada 5 pensionistas vive bajo el umbral de la pobreza. 18.700 personas que reciben una prestación están en riesgo de penuria económica al percibir 721 euros o menos al mes. Y comenta un anciano: «Si quieres ir a una residencia pública tienes que esperar un año o más, porque una privada cuesta casi el triple de lo que muchos cobran».
Yo no voy, lógicamente, a aconsejar nada a nadie y menos a realizar un fácil ejercicio de demagogia sobre la injusticia humana. Tan solo cojo un rotulador, de esos que cuando les quitas la caperuza siempre tienen la punta seca y te provocan un excesivo pero oportuno juramento, y subrayo estas líneas noticiables para recordarles que, aunque no nos demos apenas cuenta, hay personas, demasiadas, para las que la vida es una constante lucha contra la necesidad. Ellos no pueden permitirse pasar una noche de sábado recorriendo los bares del centro entre buenos pinchos y cervezas mientras comentan el último golazo de Bellingham, sencillamente porque no lo han visto. Y es que los pinchos, la cerveza o el fútbol, como casi todas las cosas que animan nuestro transcurrir cotidiano por este mundo, cuestan dinero.
Así que, amigo lector, si usted puede darse una vuelta con los amigos, tomarse unas cañas, cenar por ahí algún fin de semana, ir al cine, ver el partido en su casa, incluso ir a El Plantío, al Coliseum o al polideportivo a animar a sus equipos, enhorabuena. Hay muchas personas que no se lo pueden permitir y probablemente, ojo, probablemente digo, tanto usted, como yo, no vamos a hacer nada para que esto cambie.