Los viajeros habíamos pasado los controles para acceder a la zona desabrida de espera comercial en el aeropuerto y dirigirnos luego hacia las distintas puertas de embarque; por ejemplo, a la del vuelo que llevaba a Lisboa. A través de la megafonía se oía la recomendación pidiendo prestar atención en no separarse del equipaje propio para impedir cualquier hurto o extravío. Pedía no separarse de ese objeto que te vincula con el mundo y que contiene parte de tu propia identidad: la maleta que un scaner ha supervisado antes y que un empleado, si le ha parecido, te ha invitado para que la abras sin pararse a pensar que descerraja algo de tu alma.
En la atmósfera de los aeropuertos es fácil pensar en los misterios de las maletas. Artistas como Hopper las pintaron junto a mujeres solitarias ocupando la habitación de un hotel, afirmando esa soledad de centinela que parecen tener las playas de invierno, como escribía el poeta de Equipaje Abierto. Nadie sabe el paradero de la maleta de Machado, extraviada en su andadura de exilio, viejo y enfermo, para morir en Colliure hace 85 años. Kafka dejó una maleta repleta de documentos a su amigo y albacea para que los quemara tras su muerte y nunca hizo más que seleccionar posteriormente lo que iría publicándose. Erica Durante cuenta también que, al recibir el Nobel el escritor O. Pamuk (2006), leyó el texto La Maleta de mi padre quien le había dejado encomendado abrirla cuando muriera y seleccionar los textos que considerase dignos de editar. No encontraba ocasión para un desafío tan emotivo. Está la maleta práctica y simple del directivo que en Amor sin escalas (2009) encarna George Clooney y la del que simboliza el viaje forzado y con interrogantes del emigrante, tal como reproducen algunas esculturas de Catalano. En fin, también está la maleta que anida en la pobreza del Vagón de tercera clase (Daumier) de igual forma que en la conciencia están las maletas que nunca llegaron a tener existencia material de los miles de desplazados que cada año ocupan las rutas migratorias.
Después de algunos días, tomamos un metro cerca de la Avenida da Liberdade (próxima adonde vive Celeste) para volver al aeropuerto. Celeste Caeiro fue la camarera, costurera y estanquera que repartió claveles la mañana del 25 de abril entre los soldados que decidían embocarlos en sus fusiles afirmando que la revolución para terminar la dictadura en 1974 era incruenta. Yo coloqué en mi maleta, por ella, un clavel rojo.