Que la Policía Local haya concluido que no hay más opciones que llenar la ciudad de radares (lo cual suele equivaler a multas a mansalva) para conseguir una disminución de la velocidad a la que se circula, debería hacernos pensar en qué clase de sociedad vivimos, en la que solo por la vía del castigo se alcanzan las normas más elementales del civismo. Cuatro muertes por atropello en mes y medio no han sido suficiente para que levantemos voluntariamente el pie del acelerador.
Tengo la sensación de que desde el final del confinamiento domiciliario estricto, es decir, desde el verano de 2020, se conduce más rápido. Y creo que la introducción de la limitación a 30 kilómetros por hora en las calles con un carril por sentido ha ahondado en esa especie de furor al volante.
He visto auténticas barbaridades, supongo que como todos, protagonizadas por conductores desatados: adelantamientos en el paseo de los Cubos, plagado de curvas, y en el de la Quinta, por donde cruzan decenas de escolares de varios colegios, o incluso en el de la Isla.
No es la primera vez que lamento en esta columna que hay quien parece confundir la avenida del Arlanzón -y en especial el mal llamado ciclocarril- con el circuito del Jarama, lo cual también sucede en la avenida de Castilla y León o en la carretera del cementerio -con radar- y, supongo, en otros tantos puntos que yo no frecuento.
Es penoso que no reaccionemos motu proprio a la vulnerabilidad del peatón y sí a la de la cartera, pero es una de las consecuencias de un tráfico a veces desaforado. Y, en mi opinión, muy excesivo para una ciudad como Burgos. Quizá, aparte de los radares y la educación vial -que aplaudo-, sería momento para plantear en serio qué hacer para sacar coches de las calles. No solo nos beneficiaríamos nosotros ahora, sino que también lo harían las generaciones venideras.