La inclusión es necesaria. No estoy hablando de un capricho ni de una moda. Hablo de ser justos con el prójimo, de darles a todos la opción de contar con un espacio en la sociedad, que puedan desarrollarse y encontrar su hueco. La cuestión es que, aunque nos cueste ceder, para poder ejercer esa justicia, tenemos que perder un poquito de lo nuestro.
A veces, esta cesión puede suponer dedicar más tiempo al que lo necesita, otras renunciar a algunos beneficios que ya hemos asumido como derechos y la mayoría, basta con levantar la cabeza y ser conscientes de la realidad de muchas personas. Pero es que si de algo adolecemos en esta sociedad individualista es de la dichosa empatía. Mientras lo nuestro fluya, mientras sigamos a flote, ¿para qué nos vamos a preocupar de las necesidades de los demás?
Hace unos días conocimos que la familia de un adolescente ciego solicitaba ciertas ayudas para que su hijo pudiera continuar sus estudios en un centro público. Lejos de querer señalar a un culpable determinado, me apena darme cuenta de la situación de desamparo con la que se encuentran las personas que requieren unas medidas diferentes a la mayoría. ¿Cómo vamos a enseñar a las nuevas generaciones a contar con esta empatía si no somos capaces de conseguir que las aulas sean diversas?
Tiemblo al pensar que los pasos que hemos dado en dirección a una sociedad más heterogénea pendan de un hilo y que las medidas de inclusión terminen estrelladas en el suelo. Así que, si me permiten una pequeña petición, sólo les sugiero hacer el ejercicio de mirar alrededor, de sentir las barreras (no solo las arquitectónicas) a las que se enfrentan muchos colectivos y de asumir una pequeña responsabilidad para contribuir a derribarlas definitivamente.