Los soldados que libran la guerra son valientes. Pero los que huyen del campo de batalla también. Huyen del terror, de las bombas, de la muerte... hacia lo desconocido, para levantar sus vidas de cero, como los ucranianos que han echado raíces en Villarcayo. Hubo una legión de valientes, que como ellos, no llevaban capa. Pero durante más de un año estuvieron a su lado, compatibilizando vidas personales y profesionales con un voluntariado que buscaba dar a cambio de nada o de un gracias como mucho. Querían arropar a quienes llegaron sin nada, casi con lo puesto en algunos casos, sin saber el idioma, dejando atrás a muchos familiares con el corazón en un puño.
Jóvenes madres agarraron a sus hijos y se largaron del horror. Es inimaginable desde nuestra perspectiva ponernos en la piel de estas personas. Por fortuna, estos valientes encontraron en Villarcayo un remanso de paz y de tranquilidad, algo que valoran muchísimo. Allí se sienten seguros, al conocer a los vecinos, poder pedirles un favor, caminar sin sobresaltos. Otros huyen de la guerra para llegar a campos de refugiados que, si no son tan inhumanos como las condiciones de un lugar en conflicto, se alejan mucho de lo que necesita una persona para vivir.
Empatizar con todos ellos es fácil por unos minutos. Luego uno o una vuelve a la batalla diaria y se preocupa de los exámenes del crío, las compras pendientes, el jefe que le presiona o el coche que va pidiendo un cambio. Olvida a quienes llegaron sin nada y aún así sonríen. Para quienes se adentran en las aguas del mar para huir de la pobreza ya no tengo calificativos. Esas personas sí que son valientes de verdad empujados por la desesperación y que chocan con los muros de la miseria de las mafias, primero, y de los estados muralla, después. En fin, hoy rindo homenaje a los valientes sin capa.