El otro día, un amigo que se dedica a guiar, a través del ejercicio de la psicología, a personas con dificultades a nivel social y de relación que transitan por laberintos en los que todas las salidas les conducen a la soledad, me comentaba que esta ciudad es cruel y no tiene piedad con aquellos que se encuentran desorientados y perdidos buscando convivencia y compañía. Burgos es un lugar frío, tanto en la temperatura ambiental como en la humana. Si supieras, me decía, la cantidad de gente que acude a mi consulta para paliar el silencio que habita entre cuatro paredes, que parece que no disponen de ventanas por las que respirar ni puertas por las que salir...

Burgos está repleto de círculos cerrados y de grupos inaccesibles que ocasionan que los que mantienen su particular lucha contra la soledad estén condenados casi siempre a la derrota.

Por eso, uno que ya tiene edad suficiente como para decir que lo ha visto casi todo, incluso para saber que la existencia todavía le reserva sorpresas y acontecimientos inesperados, procura rodearse de buenas personas y aprovechar cada instante en su compañía; de la familia, la propia y la política, esas que dicen que uno no elige pero que, si a mí me hubieran dado opción, hubiera escogido sin dudarlo para pasar mi vida a su lado; de los viejos amigos, con los que he compartido tantos años de sonrisas y alegrías y me han aportado luz en los días más nublados; y de los nuevos, que me han otorgado todo su afecto y generosidad sin reserva; y, sobre todo, de mi mujer y mi hija, que hacen que cada mañana, cuando salgo a la calle, el viento cortante que domina esta capital no me hiele el alma.