Eran casi las siete de la tarde. Regresaba a mi piso corriendo, había olvidado las entradas. Acudíamos, como cada viernes de febrero, al ciclo de cine de montaña. Por suerte, íbamos a tomar algo antes, no llegaríamos tarde a la proyección. Colgué el teléfono tras dar aviso. Abrí la puerta de casa y fui directa al escritorio. Debí dejarlas junto al ordenador, lo último que hice antes de salir fue echar un vistazo a la prensa. Sí, ahí estaban. Las guardé en el bolso y salí escopetada.
No conseguía quitarme de la cabeza la noticia firmada por una compañera en este periódico. La nota anunciaba la reunión de sanitarios en las IV Jornadas de Comunicación y Salud. En concreto, 103 profesionales con interés por trabajar la empatía. Un reto importante, pues 9 de cada 10 reclamaciones al sistema sanitario están relacionadas con el trato recibido. La información terminaba con un despiece breve pero punzante, una auténtica prueba de empatía. Enumeraba seis situaciones en las que pacientes y familiares se vieron afectados por su ausencia.
Ya de camino al coche trataba de ponerme en el lugar de aquel hombre que escuchó cómo el oncólogo le dijo: «Su mujer de esta no sale y aunque hoy no será el día D, lo será pronto». El día D. D de demasiado esquemático para referirse a un momento en la vida que merece más de diecisiete palabras y mucho mejor enlazadas, pensé mientras arrancaba.
Ya llegaba diez minutos tarde. Primera, segunda, tercera… Tenía que incorporarme a la avenida. Tercera, segunda, punto muerto… Ningún vehículo se cambió de carril, nadie me cedió. Cinco coches, dos furgonetas, un semáforo en rojo y otros tres coches más tarde conseguí salir. Aparqué a la primera, virtud heredada de mi madre.
Entré en el bar y con una caña, siete entradas y varias disculpas, veinte minutos más tarde de lo acordado, me senté a la mesa. Ningún enfado, todo sonrisas. Igual comienza ahí la empatía, en lo sencillo de un buen gesto o en facilitar la incorporación a la vía.