Los que somos de pueblo podemos medir el paso del tiempo en función de nuestra actitud ante las verbenas. De chavales, rogamos que nos dejen apurar hasta que termine el baile de tarde. En la preadolescencia, suspiramos por quedarnos una horita más allá de las doce. En la adolescencia y juventud, la noche se nos hacía corta y había que aguantar como fuera hasta el amanecer. En los primeros años de matrimonio, nos atrevíamos con algún pasodoble. De maduros, vamos buscando un hueco en el atrio o la barandilla que rodea la plaza para tener una buena posición de avistamiento desde la que tener controlada a la descendencia.
La verbena era la razón de ser de cualquier fiesta. La de nuestro pueblo y la de los pueblos que incluíamos en la ruta veraniega. No había más misterio para la diversión. Solo eso, ganas de pasarlo bien, sin exquisiteces. Me quedo con una reflexión de un tertuliano de Escaño Cero, que calificaba las verbenas de «democráticas», por lo transversal, porque buscan satisfacer con su repertorio a todo el personal.
Jamás he tenido entre mis ambiciones ser concejal de Festejos. Ni siquiera concejal de Festejos consorte. Me sorprende que la edil Carpintero y el alcalde De la Rosa hayan esperado a la avalancha de reproches tuiteros para sumar cuatro verbenas al programa de los Sampedros. Tras recular, afirmaron que lo hacen porque «si algo caracteriza a este equipo de Gobierno es que escuchamos a los vecinos». La víspera del cambio de criterio, el regidor se había pasado la tarde defendiendo en redes sociales los conciertos programados. Pero, ya se sabe lo que pasa en estos tiempos del populismo, cuanto más ruido, más razones. Lo hemos visto con las verbenas, antes con las barracas, antes en Gamonal...