Con el paso de los años la infancia se ha vivido de formas muy diferentes, provocando así necesidades que marcan generaciones. Cuando esos niños crecen y tienen su propia familia, si la vida se lo permite, tienden a dar a sus pequeños lo que ellos en su día no tuvieron. Sin embargo, hay que aprender a discernir la delgada línea que separa «dar una vida cómoda a tus hijos» de «sobreprotegerlos colmándolos de excesos» en este horror vacui moderno. Esta tarea resulta de gran complejidad en el mundo en el que nos encontramos, donde el consumismo marca el ritmo de nuestros días y la felicidad se confunde con la dopamina de las adicciones actuales como el descontrol en las redes sociales y compras impulsivas, además de las que han existido siempre y permanecen entre nosotros. 

La crianza y educación de un hijo no es algo sencillo y cada persona es diferente, pero es importante recordar que si realmente quieres darles lo mejor que está en tus manos, es suficiente con que les proporciones las herramientas para que puedan enfrentarse al mundo que les espera. Son sólo ellos los que van a vivir su propia vida y los que deben aprender que los fracasos existen y que hay que verlos como una nueva oportunidad. Hay que recordar que en base a sus experiencias, estos niños crecerán y pasarán sus conocimientos a su entorno. En este mundo impaciente hay que empezar a vivir más despacio, aprendiendo a apreciar cada instante y el valor de lo que tenemos, ya que el hecho de exigir no implica la inmediatez de la recompensa: «El que algo quiere, algo le cuesta». 

El verdadero problema no radica en las generaciones, sino en la educación que se les da y los valores que se les transmite. La sociedad cambia y tenemos que adaptarnos. Para ello, necesitamos aprender de las experiencias del pasado y de las oportunidades del futuro.