Todavía podemos confiar en la generosidad de los Reyes Magos -o del Sorteo del Niño- antes de comenzar a desmontar el árbol de Navidad y el Belén. Después llegará el momento de recuperar la cara de vinagre que dejamos en remojo el pasado mes de noviembre y ponernos a programar la próxima ocasión en la que volvamos a dejar a un margen aquello que nos inquieta, preocupa o perturba, que diría Esperanza Gracia, para volver a repartir abrazos.
Bien es cierto que, de un tiempo a esta parte, está de más hacer cábalas y previsiones ante un nuevo año. Ya nadie se preocupa por aquellos lugares comunes tan habituales el uno de enero: que si dejar de fumar, apuntarse al gimnasio, llevar una vida más sana, dejar de comer tanto alimento contraindicado, apuntarse a alguna academia de inglés... Son tantos los imprevistos que se han sucedido en estos últimos tiempos que sólo los más osados serían capaces de arriesgarse con pronósticos de cara a este 2024.
La pandemia de la covid ya supuso un duro revés a nuestra vida previsible y ordenada. Después, cuando creíamos que íbamos a salir mejores de todo aquello, vino la invasión rusa de Ucrania, este año los salvajes atentados de Hamás en Israel y la respuesta despiadada del ejército hebreo en la franja de Gaza... ¿lo próximo?
Posiblemente este vuelva a ser el tiempo de los agoreros, de los que aprenden de memoria las profecías de Nostradamus, de otros augures que solo predicen fatalidades. Más que cenizos, habría que considerarlos sabios, por su capacidad para indagar en el alma del ser humano y concluir que, a pesar de todos los siglos vividos, de todas las guerras sufridas, y de todos los avances, siempre queda un rescoldo de maldad que termina aflorando. Feliz Año Nuevo.