La vida dejó de ser igual un mes de marzo. En el de 2004, perdimos la inocencia. En el de 2020, la salud y la sensación de sentirnos invulnerables ante epidemias que creíamos lejanas y más propias de otras latitudes. El pasado lunes, la celebración del vigésimo aniversario de los atentados del 11-M recuperó viejos fantasmas. Aquellos que dividieron a la sociedad española por intereses partidistas. Las elecciones que tendrían lugar tres días después dejaron a los ciudadanos a merced de los demagogos y los oportunistas sin escrúpulos. Suyas fueron muchas de las declaraciones incendiarias que pretendían arruinar la convivencia... y que lo consiguieron. De aquellos polvos, estos lodos. La herencia envenenada de entonces la sufrimos de un tiempo a esta parte. Con la polarización de la que siguen intentando sacar tajada tantos ventajistas.
El otro cumpleaños, el de la pandemia, tampoco merece demasiada conmemoración. De los mensajes naif de los primeros meses de confinamiento se pasó a frases grandilocuentes ideadas por algún gurú de la comunicación política y terminó en decisiones muy cuestionables desde un punto de vista democrático. El miedo fue, en este caso, el arma que sirvió a muchos dirigentes para tomar decisiones arbitrarias y a unos cuantos comisionistas a hacerse de oro a cuenta de mascarillas, respiradores, y demás urgencias sanitarias.
20 años después. 4 años más tarde. Se decía que el tiempo lo curaba todo. Puede ser. El problema está en convertir las tragedias compartidas en munición para la demagogia. Son demasiados los que lo siguen haciendo. A todos ellos hay que seguir denunciándolos. Reprochar su cinismo y recordarles que no todo vale. Que la principal misión de la clase dirigente ha de ser la de construir puentes, no la de volarlos en cuanto se presenta la ocasión.