Hace un mes visité Florencia. Tres días para conocer una de las ciudades más bonitas del mundo, la protagonista del malestar de Stendhal, que no pudo con tanta belleza. Preciosa, sí, pero 'petada'. El problema actual de la capital de la Toscana es que se ha convertido en un hervidero de gente atraída por su monumentalidad, en la que las colas infinitas y los spaghetti a precio de oro son los verdaderos protagonistas.
Esta situación ha llevado a Italia a tomar medidas para limitar el flujo de visitantes. Desde impuestos hasta prohibiciones para evitar nuevos pisos turísticos, algo que también está ocurriendo en España y que lleva años acarreando problemas. En este caldo de cultivo, y con esta aplastante e irrespetuosa realidad, era necesario parar para pensar y solucionar lo que se nos echaba encima. Y nació el turismo sostenible.
Esta palabreja ya aparece en todas partes, en todos los planes, en todas las ciudades, en todos los destinos, y la usamos sin saber a qué se refiere. Según la OMT, ser sostenibles cuando viajamos requiere que respetemos el entorno y las tradiciones, eso sí, consiguiendo que la riqueza se reparta y creando puestos de trabajo perdurables.
Y con todo esto, yo me pregunto: ¿estos nuevos planes son de verdad una herramienta que va a conseguir cambiar la dirección del turismo, o sólo es un poco de postureo sin que importe lo que va a pasar? No quiero que se me malinterprete, admiro el trabajo que se está realizando por algunas administraciones y creo firmemente en la necesidad de aplicar este tipo de planes, pero necesito ver resultados reales para empezar a valorar si estamos ante el gran cambio o seguimos siendo abanderados de una moda que no nos va a llevar a ningún sitio.