Martín García Barbadillo

Jueves sí, jueves no

Martín García Barbadillo


El Reino de los Gatos

22/01/2024

Resultan curiosos los pueblos de Burgos en enero. El mío o el suyo, todos, navegando en el invierno de Castilla y a la vez en el de su propia existencia. Cualquiera puede percibir que aquí existe una luz típicamente invernal que, en días como ayer, tan heladores como soleados, mete un brochazo de blanco luminoso sobre tejados escarchados y muros de adobe que se resisten a caer; luz de esa que sirve para calentar el alma pero no en el cuerpo. Pero, y es menos conocido, existe también el sonido del invierno. Obviamente, no se percibe en la ciudad, donde la huella humana lo pringa todo, pero sí en el campo y en los pueblos. Es, claro está, el sonido del silencio, que se siente con fuerza atronadora y, si se presta la atención precisa, se puede exprimir y gozar. Basta con pararse en el campo o en las afueras de un pueblo, no hacer ningún movimiento y escuchar, especialmente si no sopla el viento (cerrar los ojos o no es optativo, según le vaya lo místico más o menos). Lo que surge es una suma de ausencias, huecos sin rellenar que colman todo de nada.

Si se ha podido disfrutar alguna vez de un paseo por el monte una noche de verano (esa verdadera sinfonía de insectos, aves y quién sabe qué más seres sonando hasta sobrecoger), pararse ayer frente a un encinar era el choque de descubrir que, si algo se oía, debía ser el palpitar de los propios árboles, o el de uno mismo. Incluso el propio frío, además de olor, también tiene su propio sonido en el campo, un eco pesado que surge de la propia tierra, del barro helado, del musgo. El crujido sordo de la vida latiendo a la espera de nuevas oportunidades.

Si en lugar de por el monte, uno paseaba ayer por las calles de uno de los infinitos pueblos de la provincia, también escucharía el silencio, interrumpido tal vez por el hielo cayendo a gotas por los aleros, o la campana dando las horas o las medias. Y en ese espacio de persianas bajadas y contadores eléctricos con la luz roja, uno se siente observado, vigilado por los que han ocupado esta España vacía de personas: los gatos.

Vaya uno al pueblo que vaya, los hay por docenas: blancos, pardos, negros, crías, viejos… Están tirados al sol sobre un muro de piedra, refugiados al abrigaño, paseando con su mirada indolente, estirándose con ese toque felino… Son la metáfora perfecta de todo los demás; no son un perro que ladra a todo lo que se mueve, son puro silencio, están casi sin estar. No se sabe de dónde han salido tantos, ni de qué viven en invierno. Uno los imagina durmiendo cobijados en un viejo corral medio hundido en una noche como la de hoy, saliendo por la mañana a buscarse la vida y a ejercer su trabajo: a ser esa metáfora de su propio entorno, de los pueblos que habitan, que ven pasar su invierno desde un rincón al sol, que desaparecen sin hacer ruido, en el silencio de enero; mandando en el Reino de los Gatos.

Salud y alegría.

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