No lo puedo evitar. Ya sea en una competición deportiva, en unas elecciones, incluso en Eurovisión, siento como propio parte del desaliento del perdedor. Incluso si el ganador lo ha sido justamente, incluso si quien recibe el primer premio es quien yo quería que venciera, no dejo de pensar en los derrotados, especialmente en los que quedan en segundo lugar.
Con la misma proporción entusiasta que recibo el triunfo del candidato político al que he dado mi confianza en las urnas, me llega el desánimo y abatimiento de quien tiene que salir a hablar con los medios de comunicación con sonrisa de derrota electoral. Y, si de mí dependiera, le pediría al primero que compartiera su éxito con el segundo, aun a sabiendas de que, quizá, no lo mereciera.
Con el mismo subidón del marcador de mi equipo, abrazo el bajón del adversario, y me siento culpable de sentirme feliz, cuando hay quien se siente vencido. Y con mi recuerdo infantil del vuelo del vestido de rayas de una Remedios Amaya perdedora, evitaré, un año más, sentarme frente a la tele para ser carne de audiencia de un certamen que, edición tras edición, persevera en hacer sentir a los españoles como la barca de la canción, lejos de la orilla.
Desde primera hora de la noche del pasado domingo, politólogos de todas las corrientes, contertulios de todas las ideologías y medios de comunicación de todas las líneas editoriales han puesto los resultados de las elecciones autonómicas gallegas del derecho y del revés, elogiando la estrategia de campaña del partido ganador y apuntalando los errores de los perdedores. Y si el resultado hubiera sido distinto, el análisis habría sido el mismo, aunque quienes ofrecieran los argumentos tuvieran que intercambiarlos.
Quizá porque solo puede ganar uno y perder el resto, desde que somos pequeños se nos enseña a perder limpiamente. En pocas ocasiones se nos enseña a ganar bien. Por eso, quien lo hace con elegancia, quien es capaz de entender que, en ocasiones, el trabajo, el sacrificio y la renuncia para lograr el triunfo pueden evaporarse por una fatalidad que no es posible controlar, además de ganar, es el ganador.