Una de las instrucciones más claras que les doy a mis hijos cuando se quedan solos en casa es que jamás abran la puerta a un extraño. A pesar de insistirles en esta norma, una mañana en la que tanto su padre como yo estábamos fuera, abrieron a un operario que necesitaba entrar a proceder a la lectura de uno de los contadores que hay en el interior de la vivienda.
Ante mi enfado por no haber seguido una norma esencial, mis hijos aludieron a la simpatía de aquel hombre, a quien consideraron, como probablemente hubiera hecho yo, buena persona. Tuve que explicarles que, al contrario de lo que muchas veces nos hace creer la ficción, quien alberga malas intenciones suele tener el más común de los aspectos y ser más amable que la media.
Este era el perfil que tenía Dominique Pélicot, el de un marido ejemplar, quien, sin embargo, está acusado de drogar a su mujer y ofrecerla en internet, durante más de una década, para que fuera violada por quienes estuvieran dispuestos a hacerlo. Hombres, aparentemente también, buenas personas, tíos magníficos que asistían cada Navidad a la Misa del Gallo y agasajaban a las visitas cuando las tenían. Monstruo, el primero, y los segundos, todos ellos numerarios del lado oscuro del ser humano que indignan no solo a los franceses, sino a todo el mundo.
Pero junto a esta violencia de género ejercida por degenerados que ha sacudido de sus hamacas este verano a los europeos, otra ha pasado de puntillas por los márgenes de los espacios de información internacional. Me refiero a la última violencia ejercida en Afganistán contra las mujeres, a las que, desde el pasado mes de agosto, tipos de los más normal, con barba, chaleco y turbante, les han arrebatado otro derecho esencial: el de poder hablar, añadiéndolo al de poder enseñar su rostro, poder educarse, poder asistir al médico, poder trabajar, etc.
Esos tipos respetables, que son los primeros en entrar los viernes a la mezquita y guardan como nadie los preceptos del Ramadán, ejercen como verdaderas bestias todo su poder contra la mitad de su propio pueblo. Situación que no ha provocado que ningún representante político se revuelva en su escaño, ni del Parlamento español ni del europeo.