Presentar como propio el trabajo o las ideas de otra fuente, con o sin el consentimiento del autor original, incorporándolo a su trabajo sin un reconocimiento completo. Esta es la definición que otorga la reputada Universidad de Oxford al conocido como acto de plagio, académico o no, si bien el primero sigue llenando páginas en diarios a la luz de recientes noticias publicadas en diversos medios de comunicación. Parecía inicialmente que este fenómeno, siquiera en el ámbito universitario, había sido oscurecido por la creciente evolución (y preocupación) por el empleo de la inteligencia artificial o IA por parte, no sólo de alumnado sino también de profesorado, con acierto y desacierto, como ponía de relieve en anterior tribuna universitaria.
Pues bien, uno de los aciertos de la IA constituye precisamente la eficacia de las herramientas tecnológicas conocidas por el profesorado para detectar tales supuestos de plagio (plagiarism checker) que se habilitan, con mayor o menor fiabilidad, incluso de forma gratuita online y así Turnitín, Canva, largo etcétera. A ello se suman las consecuencias de la detección del mismo establecidas en la respectiva normativa de evaluación por parte de las distintas universidades, nacionales y extranjeras, que, en última instancia, prevén la apertura de expediente disciplinario. Sorprende pues el riesgo que aceptan los y las estudiantes a la hora de poner en juego sus habilidades en la redacción de los correspondientes trabajos académicos.
Pero si bien parece el control se logra de una u otra forma por el profesorado de cada una de las asignaturas que conforman el grado con dichas herramientas y consecuencias, en cambio tal control no parece así obtener la misma eficacia y contundencia en otras instancias de más elevada alcurnia, donde el rigor académico aún debería ser mayor. Es el caso, según se advierte, de tesis doctorales e incluso trabajos de fin de máster en los que quizás la desconfianza de director/a y tribunal no llega a este extremo por la presunción de autenticidad de la que tales memorias gozan; no en vano pertenecen a categoría superior de estudios en los que, por tanto, la ética y deontología deben obtener mayor peso así como consideración. Más todavía y qué decir si se trata de profesor o profesora en el seno de su tarea investigadora.
Sin embargo, tampoco es este hecho nuevo ni consustancial a los tiempos modernos, pues ya se cita al poeta Marco Valerio Marcial en la Roma del siglo I como primera víctima de plagio por Fidentino, aunque entonces no disponía el autor original del software actual para detectar el plagio de sus epigramas. En aquella época sólo pudo utilizar el reproche público bajo la invocación plagiarius, a la fecha vocablo concebido para el secuestrador de esclavos o incluso niños, para denunciar aquí por vez primera el hurto de escritos. No obstante, le quedó también el consuelo a Marcial de acusar a Fidentino como, «además de plagiario, mal recitador» y así su epigrama XXXVIII: el libro que recitas, Fidentino, es mío; pero cuando lo recitas mal empieza a ser tuyo.
Creo, modestamente, que este es el verdadero riesgo del plagio existente desde antaño y el que pone a todas luces en peligro, no sólo el honor sino la propia autoestima: ser una mala copia del original. Ojo, aviso a navegantes…