En la actualidad, nadie duda de la necesidad de que el sistema educativo esté adaptado a las demandas sociales. Sin embargo, una de las claves se encuentra en dar respuesta al qué y al cómo conseguirlo a través de la educación formal. Cada vez nos bombardean más con aplicaciones tecnológicas, recursos metodológicos, plataformas de gestión educativa… basadas en una supuesta innovación que únicamente responde a planteamientos mercantilistas. Cuando se indaga en dichos recursos, gran parte de ellos se fundamentan en el alarde y la instantaneidad, dejando de lado elementos más básicos (y si, tradicionales) como la lectura comprensiva, la escritura o el razonamiento crítico. Da esa sensación de que para 'avanzar' hay que renunciar a lo más básico, algo que carece de toda lógica. Es evidente que los avances metodológicos y educativos, empleados adecuadamente y con la disponibilidad de los recursos pertinentes, pueden ser de gran ayuda al docente, pero eso no ha de traducirse en priorizar la búsqueda de logros excesivamente ambiciosos y vistosos, de cara a la galería, sobre la generación de un aprendizaje sustancial para todos y todas.
Personalmente, me sorprende, a la vez que me entristece, ver cómo cada comienzo de curso se inician verdaderas campañas de marketing educativo, bajo lemas más que cuestionables, para que los padres y madres lleven a sus hijos a ese colegio y no a otros, lo cual es todavía más inicuo cuando es necesario pagar cuotas mensuales/anuales, algo que genera más sesgo y discriminación. Es importante volver a lo esencial, entendiendo el aula como un espacio en el que el alumnado encuentre calma, reflexión, interacción con los demás, aprendizaje sobre diversidad de ámbitos… a través de la participación en proyectos y tareas que, si bien puede que no sean las más espectaculares de cara a la galería, favorecen que el estudiante genere su identidad y desarrolle habilidades interpersonales, resuelva problemas conectados con la responsabilidad ciudadana y se adapte a diferentes circunstancias y desafíos. Todo ello ha de respetar, intencionadamente, el principio más universal de aprendizaje, que, aunque parezca muy manido, no siempre se cumple, que es que las propuestas educativas que se propongan ayuden a reducir las desigualdades sociales y culturales del alumnado, brindando a todos los estudiantes la oportunidad de tener un futuro (y presente) mejor.
A menudo se priorizan enfoques metodológicos complejos que pueden desviar la atención de lo verdaderamente importante: comprensión profunda de textos y mensajes, capacidad de síntesis de información, búsqueda y selección de la misma, establecimiento de códigos éticos para trabajar en grupo, asunción de responsabilidades individuales en las tareas, desarrollo de diferentes puntos de vista en debates/seminarios, trabajo de la alfabetización informacional y tecnológica, desarrollo de la autonomía y de la autorregulación de la tareas, favorecimiento de la toma de decisiones, estimulación de la capacidad, comunicativa, colaborativa, creativa…, en definitiva, elementos educativos que, aunque no sean tan vistos y espectaculares, garantizan el verdadero desarrollo integral del estudiante.
En definitiva, en ocasiones para avanzar en educación, lo más conveniente, y sensato, es volver a lo básico, a lo fundamental, a lo esencial.