Érase una vez una pequeña ciudad con un gran parque en el que crecían árboles altos y frondosos. Desde tiempos inmemoriales, grupos de chavales jugaban a subirse a los mismos, colocando a menudo cuerdas o pequeñas casetas que hacían sus juegos más entretenidos. Otros críos preferían pasear con la bici, jugar al balón o incluso al escondite.
De vez en cuando surgían pequeñas riñas, ya que los juegos de unos a veces molestaban a otros: un balón perdido golpeaba a un ciclista, una cuerda mal colgada terminaba con una caseta hecha añicos… Pero las peleas más frecuentes solían suscitarse entre los niños que jugaban en las alturas de los árboles y los que se encontraban abajo. Que si sois unos cobardes con miedo a las alturas, que si atrévete a bajar y me lo dices a la cara…
Así discurría la vida en el parque hasta que un día, como en la historia del barón rampante de Italo Calvino, los niños de los árboles decidieron no volver a bajar. Para demostrarles a los niños del suelo que no les necesitaban y que los árboles eran solo suyos, dijeron que se quedarían allí y construirían un parque de tirolinas, que era lo que siempre habían querido. Dos horas duró la provocación: el tiempo que tardaron los niños del suelo en chivarse a los padres de los otros para que vinieran a bajarles de las orejas.
A partir de aquí, todo se complicó: a los niños de los árboles les castigaron durante un año sin jugar, y estos, tildando la sanción de injusta, pasaban sus días quejándose. A su vez, los niños del suelo colgaron carteles oponiéndose a que les levantaran el castigo. Llegó un momento en el que incluso ellos dejaron de jugar también para consagrar todo su tiempo a esta tarea, protestando con silbatos y petardos delante de las casas de los niños de los árboles para presionar a sus padres.
Tras meses durante los que nadie se dedicaba a lo que quería ni a lo que tenía que hacer, llegó el indulto. Los niños del suelo se encolerizaron y los de los árboles lo celebraron desmesuradamente a pesar de no haber conseguido su parque de tirolinas. Y yo no comprendo ni por qué se disgustan tanto los unos ni por qué se alegran tanto los otros, cuando todos se han quedado como estaban.