Hace poco me enteré de que uno de mis mejores amigos se había abierto una cuenta de Instagram en la que se dedicaba a colgar fotografías de paisajes que ni siquiera había tomado él. Me confesó que, en realidad, la tenía para poder cotillear al resto sin necesidad de exponerse demasiado. Lo de las imágenes que subía preferí que no me lo explicase. El caso es que coincidimos en una afición 'voyeur' de las redes sociales, pues aunque yo le doy una actividad algo más normal, no deja de ser para mí un arma de entretenimiento que en algunos casos se ha convertido casi en obsesión.
Últimamente me he sorprendido a mí mismo descartando el contenido de celebridades para centrarme en la actividad de amigos y conocidos. Y he descubierto un mundo fascinante del cual va a ser difícil desengancharme. Por ejemplo la idea que tienen algunos de su público objetivo. Por alguna razón hablan a la cámara exactamente igual que los influencers, pero en vez de informar de que están en un lugar idílico nos muestran su paseo matutino por un callejón de su barrio. Con un relato trepidante que incluye anécdotas que sólo les hace reír a ellos. Pero su felicidad es mi felicidad, que quede claro.
Les hay también con declaraciones institucionales cada vez que se produce una efeméride. Se quema la iglesia de su pueblo, mensaje de apoyo. Notre Dame, mensaje de apoyo. Se retira Nadal, foto de aquel Máster de Madrid que vieron desde el gallinero y que puede que ni siquiera jugase el manacorí. Por no hablar de los que juegan al fútbol sala en equipos de 'chuleteros' torneos de la galleta y cuelgan fotos tras los partidos en los vestuarios como si fueran del Real Madrid: ¡+3!, te notifican.
Es posible que todos estos individuos se hayan enredado. Que hayan llevado demasiado lejos esto de las redes sociales. Pero insisto, su felicidad es mi felicidad.