En agosto empecé a pintar. Estaba agotada mental, física y en cualquier otro sentido que puedan pensar. Extenuada, pero aburrida, fui a comprarme a Diego Laínez un libro que me contase los básicos y no paré. El problema ha llegado esta semana, cuando he tenido que entregar a sus receptores aquellos espacios de su vida que yo he convertido en papel.
No crean que la preocupación era el dibujo en sí y mi técnica para trazar la perspectiva, sino el terror al pensar que lo pudieran colocar en sus casas y otros puedan ver esa línea torcida, ese ladrillo mal pintado o ese arco descolocado que va a descubrir que soy un desastre colosal.
Porque crear agota. No por el acto físico o intelectual de construir algo que merezca la pena el tiempo de otros, sino por lo expuesto que te deja un trazo fuera de lugar, un movimiento que hiciste sin pensar o todo aquello tan poco cercano a la perfección que ahora los demás verán. Es una sensación continúa de que van a pillar al impostor que eres por una línea de lápiz mal borrada, un punto mal puesto o un verbo mal conjugado (como me ocurre con las columnas).
En esta semana llena de dudas de si dar ese regalo y de si mandar esta columna, he pensado mucho en todos aquellos que por no sufrir no crean, sino que repiten, y en cómo otros han confiado en mí páginas que señalaban sus flaquezas: mi amigo Andrés me legó el borrador de su primer libro y a cambio descubrí su talento para traducir la humanidad a una historia digna de ser contada, o mi amiga Blanca me compartió su investigación y comprendí que ser líder no es sinónimo de mandar, sino de modelo, como ella es para mí cada día. Todos ellos me entregaron cada una de sus creaciones en exclusiva, sus horas invertidas (quizás) en vano y el miedo común de quien ofrece su hijo a un extraño que va a juzgar sus modales en la mesa. La duda es común entre los tres: ¿es digno mi trabajo para que vea la luz del mundo? Porque cada semana que les escribo llorando sobre el teclado me pregunto: crear cansa, ¿pero merece la pena el miedo?