Muchas veces pienso que va a salir en cualquier momento una cámara oculta de un seto para darme una sorpresa, porque en todo el desastre que vivo siempre pienso que está todo guionizado. Y el episodio de hoy comienza perdiendo un AVE para irme a Córdoba.
Desgraciadamente, esta historia no termina conmigo enamorándome del chico que llevo teniendo en el asiento de al lado seis horas en el autobús que he cogido de urgencia para llegar a mi destino. Sobre todo porque las únicas palabras que hemos intercambiado han sido «¿Andújar?». «No, esa es la anterior». Y se ha bajado ahí, sin un adiós. ¿Ya a nadie le importa compartir reposabrazos durante seis horas por media España? ¿A dónde vamos a llegar?
Pero sí que concluye con el desenlace de las voces que he escuchado del resto de viajeros que estaban encerrados conmigo durante medio día muy largo. Las tres chicas de delante iban al pueblo de su amiga de la universidad, los dos de detrás volvían a sus orígenes. La muchacha de al lado venía del trabajo en la gran ciudad y no podía dejar de hablar con todo el mundo. Y luego estaban mis favoritos, los últimos a los que escuchaba. Eran una familia con dos niños que hablaban alemán y español con una facilidad pasmosa y un acento extraordinario. Nada de 'pego' para decir 'perro'. Las erres como deben. Juegan los niños durante esas horas eternas con sus coches de policía: «¡Ayuda! ¡Socorro!». «Ya vienen los bomberos, hijo», le decía la madre, y luego metía una frase germana. Porque pocas cosas me descolocan más que tantas horas sin entender cómo se puede llegar a ese nivel de control en dos idiomas teniendo dos años. Hasta que lo entendí seis horas más tarde.
«¡Ahí está el abuelo! ¡Mira, que no nos ve! ¡Por fin!». Ay, debe ser internacional ese sentimiento. Y la sonrisa del abuelo en la estación. Les ha cogido a los dos en volandas un cordobés de cepa para dar las gracias a Dios por haber hecho fiesta sólo para vivir la alegría de su Pascua, que no es otra, si no verlos. Feliz Semana Santa y, sobre todo, feliz vuelta a casa.