El verano es la patria a la que todo el mundo quiere regresar alguna vez. Volver a los ratos sin prisa en familia, las cenas en calma con amigos, la lista de lentos para bailar y los minutos para detenerse frente a sus firmamentos azul oscuro, casi negro, en los que poder calibrar que, a escala, ni nada ni nadie tienen la suficiente importancia.
El verano es una inversión en uno mismo. Contar con horas para pasarlas en los libros, caminar sobre las líneas de una buena novela, sobrevolar los versos de un bello poema o detenerse en las reflexiones de un gran ensayo nos reubica de la misma forma que lo hace el universo cuando tenemos la valentía de mirarlo cara a cara. Los libros, sin duda, nos recuerdan quiénes somos y cuál es nuestro tamaño. Igual que lo hacen las tormentas. Esas hermosas tormentas eléctricas de verano que llegan una tarde a lomos de un viento suave que enloquece en galerna, insistiendo en despertar a los muertos con sus aullidos de lobo herido y sus destellos de club de alterne del infierno. Entre sus truenos y sus relámpagos da igual cuál es nuestro nombre y cuál nuestro apellido.
Y luego está el mar. Ese regalo rehabilitador para el cuerpo y el alma. Anhelo de los nativos de la meseta, deseo de inviernos pasados hecho realidad un verano más. Se mira, se toca, se huele, se siente. ¿Quién no estaría dispuesto a defender el océano con uñas y dientes si alguien nos dijera que no podríamos volver a él nunca más? ¿Quién podría soportar la certeza de saber que jamás volverá a escuchar una ola? En su azul claro, casi gris, también somos silencio.
El verano es la orilla a la que solo se puede acceder nadando. La tierra sagrada en la que, por mucho que aporreen la puerta, no debe dejarse entrar ni al sable del coronel, ni al alacrán ni al ciempiés, porque el verano es un lugar para hacer el amor, no la guerra. Por ello evitar a toda costa que sea mancillado por quienes andan siempre llevando el invierno a todas partes, es una cuestión de principios. Por ello disfrutarlo con la conciencia de que un día se acaba, es una cuestión de inteligencia. Por ello proteger del olvido el último verano de nuestra infancia, es una cuestión de supervivencia.