¡Cinco años ya! El vertiginoso calendario nos marcaba esta semana que ya ha pasado ¡un lustro! desde aquel estado de alarma en el que nos movíamos entre la estupefacción, la incredulidad, la incertidumbre y el miedo. O todo a la vez. Nunca hasta entonces habíamos oído hablar de Wuhan. Desde entonces su nombre nunca se nos va a olvidar.
Nada de aquello se nos va a olvidar. Fue horrible. Quién nos iba a decir a nosotros, sociedad listísima y avanzadísima, que esa palabra que sólo conocíamos por los libros de historia y de oídas, por el eco desde zonas lejísimas y pobrísimas, iba a irrumpir así, tan brutal, descarnada y devastadora, en nuestra vida de primer mundo. ¡Una pandemia!
El coronavirus nos hizo sentirnos vulnerables como nunca. Un enemigo invisible que puso en marcha un contador macabro y doloroso de muertos in crescendo, de estadísticas de contagios que no había manera de frenar. Y todo esto encerrados, sin poder salir de casa, con tanta gente sufriéndolo sola, muriendo sola. Recuerdo que las audiencias de televisión estuvieron disparadas. Enorme la necesidad de información, información veraz… y de compañía.
En algún sentido el coronavirus sacó lo mejor de nosotros. Por empezar por lo trivial, muchos aprendimos a cocinar. Aunque no sé si hacer bizcochos un día sí y otro también cuenta como algo a poner en valor.
Nos volcamos en campañas solidarias, los vecinos fuimos más vecinos que nunca, a la antigua usanza, quien más quien menos se plantó unas mallas y se puso a hacer deporte, como locos, en casa. El alquiler y venta de elípticas y bicis estáticas estuvo sold out. Las redes sociales se convirtieron en ventanas en las que cada cual a su manera intentaba aportar un rayito de ayuda, o de entretenimiento, y aplaudíamos emocionados cada día a las ocho a esos sanitarios que incluso se jugaban la vida para salvar la nuestra. Cinco años después vemos que aumentan las denuncias de agresiones. Qué pronto les han quitado algunos la capa de superhéroes que eran aquellas batas.
Cinco años después, por cierto, sigo sin entender por qué lo primero que se agotó en los supermercados fue el papel higiénico. El ser humano no siempre es fácil de comprender.
Pero… íbamos a salir mejores, decíamos. ¡Ja! Pues no hay más que ver cómo está el mundo para constatar que no debimos aprender mucho. Peor aún, porque lo de ahora no es una pandemia quasi incontrolable, sino la mano humana la que está poniendo el mundo patas arriba y bajo amenaza. Amenaza de aranceles que terminarán pagando los consumidores de uno u otro lado del océano. Amenaza de guerra que terminaremos pagando todos aferrados al Si vis pacem para bellum, eslogan que, como la pandemia, también creíamos se iba a quedar en los libros de historia. Ingenuos de nosotros.
Pero no lo llamen defensa, ni armas, ni gasto bélico, llámenlo seguridad. De algún sitio saldrá. Y alguien ganará con ello. Aunque seguramente no quede más remedio.
Y en medio de todo este lío el país se pasó dos días dilucidando si Julián Álvarez había tocado una o dos veces el balón. Y recordaba yo en el aniversario de la pandemia, que el fútbol fue lo primero que volvió. Como al rescate, como bendita anestesia de la realidad. Lo fue entonces y lo sigue siendo ahora. Y mira que a veces pienso que con tanta polémica el fútbol se está poniendo, o lo estamos poniendo, antipático, pero al final pocas cosas despiertan emociones tan intensas, tan auténticas.
Hablando de emociones les comparto la mía por nuestra tierra, que se presentaba esta semana al mundo como destino irresistible para los cicloturistas. Qué belleza, qué patrimonio, qué paisajes. Un paraíso también para recorrerlo en bici, y además de cultivar el cuerpo, cultivar también la mente, el alma... y el paladar. Hoy mejor que mañana. Por lo que pueda pasar.