Ayer me enteré que Dani Olmo es un jugador «racializado». Una persona que ha sufrido ataques por su etnia. Fue la eurodiputada Irene Montero la que difundió esta información a bombo y platillo en sus redes sociales. Luego lo borró porque alguien le contó que el jugador del Leipzig fue quien marcó el segundo gol, y no Nico Williams, como pensó en un principio. El partido, imagino, no lo vio. Sirvió su felicitación a la Selección Española, eso sí, para soltar su manido discurso político.
No es la primera vez que los dirigentes manosean a su antojo un éxito de algún deporte al que, en realidad, no prestan ningún interés. La exministra destacó también el papel de Lamine Yamal como un chico inmigrante, que hace el símbolo de su barrio obrero de Mataró para celebrar los goles. Como si eso fuera todo lo que le define. Olé por él, pero el extremo español es mucho más que una persona de padres nacidos en Marruecos. Destacarlo una y otra vez desprende un tufo racista cañí similar al de los turistas que van a Angola y se sacan fotos con niños para publicarlas en redes con frases como «dan más de lo que reciben».
Los políticos se han pasado toda la Eurocopa buscando su minuto de gloria. Pero al aficionado al fútbol, que casi siempre lo ve para desconectar, le importa más bien un carajo. Entre medias algunos medios han lanzado el debate sobre si los jugadores deben opinar o no de política. Una discusión viciada de base. Porque a Mbappé, que hasta hace dos días se le tildaba de mercenario, se le aplaude por posicionarse contra Le Pen. A Carvajal y Unai Simón, que respetaron la opinión del francés, pero no quisieron dar la suya, se les acusó de ponerse de perfil. He ahí la trampa: vigila lo que dices, futbolista, porque si no lo haces como yo quiero no serás un buen ciudadano.