Me he apuntado a un curso de costura. Bueno, ya es el segundo año y, en este tiempo, me he hecho una falda y una camisa. Es una hora semanal que sólo dedico a mí y a mi relax. La verdad es que estoy contenta de lo que he sido capaz de hacer (me puse la camisa y no se deshizo, eso ya es un logro). Y por mucho que se diga que es «coser y cantar», no es tan fácil. Tomar medidas, diseñar el patrón, interpretar las partes, elegir la tela y el hilo, coser a mano o a máquina... Muchas de nuestras madres tenían máquina y cosían en casa. Soy de esas niñas de los 80 que llevaba vestidos únicos, hechos por mi madre, abullonados y con grandes lazos. Hoy valoro su capacidad para imaginar cómo quedaría una prenda aún en proceso.
La costura, un oficio tanto femenino como masculino, se está perdiendo. No hay relevo generacional, pero tampoco opciones de competir. O, mejor dicho, la lucha es imposible contra un modelo de negocio con reglas distintas. La moda rápida, barata y de usar y tirar hace que no sea rentable comprar una tela de calidad y confeccionar una prenda «para toda la vida». Pero esa ropa «asequible» no lo es para quienes la cosen. Se produce en fábricas de terceros países, en condiciones precarias, con sueldos que permiten que aquí compremos camisetas por 3€. Si el partido es el mismo pero cada equipo juega con sus propias normas, es lógico que profesiones como sastre, modista o costurera desaparezcan.
Y, con ellos, otros negocios como mercerías y tiendas de telas y de arreglos. Es una paradoja que, justo ahora, cuando la costura parece estar de moda otra vez, con programas en televisión, tutoriales en redes sociales y un renovado interés por el «hazlo tú mismo», en Aranda cierren las dos tiendas de telas. Para mí, coser es una afición, pero para mi profesora de costura es su oficio. Es dueña de un atelier, un espacio donde la costura y la tradición, aún, siguen vivas.