Había un niño con su abuelo sentado en un muro. El niño le hablaba de cosas intrascendentes mientras el abuelo le miraba atento. Con la admiración de quien solo necesita escuchar para sentirse vivo. Para desenterrar del paso de los años versiones que han cambiado demasiado. El niño actuaba con naturalidad. Como si esa escena fuese a ser para siempre y no tuviese miedo a perderla. El abuelo quizá por eso tenía ese brillo en su mirada, consciente de que las cosas, con el tiempo, se acaban.
Con el verano empieza una oportunidad de oro para los abuelos que se tienen que hacer cargo de sus nietos. O por lo menos, para los nietos que pueden disfrutar del tiempo con sus abuelos. Son los únicos que consienten las cosas por las que en casa papá o mamá tienden a gritar. Y eso es un lujo. Aunque para ello los abuelos tengan que invertir en paciencia.
Este artículo va principalmente para los niños que no valoran el momento que están viviendo cuando se pueden ver reflejados en los ojos de las personas que quieren con el corazón. Porque pocas cosas hay más puras que el amor de quien dedica sus sentimientos cargado con la mochila del tiempo. Yo ahora lo veo y en un 25% ya solo tengo recuerdos.
Por eso cuando sale una historia del otro 75 me callo y atiendo como si el oro fuesen los minutos en los que escucho su voz. A mí ya no me hace falta que en verano me cuiden, pero sé que esos veranos no vuelven y dejan una huella imborrable. Como mi primera tarde de toros con mi abuelo, viendo a Enrique Ponce. Él no me enseñó nada de lo poco que sé taurinamente hablando, pero en esos veranos en el pueblo aprendí de la enorme sencillez de su persona. Ayer Ponce se despidió de Burgos y, aunque a mi abuelo realmente no le gustasen los toros, ayer volví con él a ese tendido de la antigua plaza para disfrutar del valor de lo que yo, como ese niño al que le colgaban las piernas del muro, creí que sería para siempre.