Jamás me meteré en un crucero, son los culpables de que se esté hundiendo Venecia, el epítome del turismo sin sentido, de la destrucción de los mares, vamos que los odio con todas mis fuerzas. Alguien podría argumentar que es porque nunca me he subido en uno, pero es que ya lo hizo por mí David Foster Wallace, me leí el libro que escribió sobre ello, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, aplaudí, y no lo hice yo, porque tampoco tengo que tirarme por la ventana para saber que no me va a gustar.
Pero últimamente tengo mis dudas. Un crucero es exactamente lo opuesto a ir a Ikea. A Ikea entras con un plan, que irremediablemente sale de otra manera porque compras muchas cosas más, tienes que hacer listas, antes escribías números, códigos y pasillos con un lápiz, ahora haces fotos a las etiquetas, luego vas a un almacén, buscas, te pierdes, cargas, pagas mucho más de lo que tenías previsto, cargas de nuevo, esta vez en un coche en el que no cabe la estantería, desmontas asientos, sacas los pulpos, dejas el maletero abierto, y fundamentalmente discutes con tu pareja hasta llegar a casa donde después de meter todo eso en el ascensor ya apenas te hablas hasta que él encuentra el tornillo que perdiste hace tres horas y vuelves a acordarte de por qué le dijiste sí quiero a ese hortera que opina de tu decoración. Ikea es trabajo. Trabajo de preparación, trabajo allí y a la vuelta a casa. Sangre, sudor y lágrimas.
Pero un crucero no, un crucero es vacación, vacación de la de aburrirte, como cuando vas siempre al mismo pueblo a la misma casa la misma quincena, pero sin tener que poner la lavadora, pensar en si alguien ha ido al súper o mirar el mapa para encontrar esa cala que ni siquiera aparece en Instagram y no perderte por el camino. En este verano al que llego tan cansada y necesito tanto aburrirme y apagar el cerebro, miro de lejos a las del crucero que mata la posidonia, y con cara de asco, en secreto, me pregunto qué se van a poner para la cena con el capitán y me dan un poco de envidia.