Que la postmodernidad hedía era indiscutible. Cuando uno toma conciencia de ello, parece evidente, pero durante mucho tiempo hemos vivido pegados a un cadáver. Teníamos tan naturalizada la peste, que pensábamos que ese era el olor de la vida. No aprendemos.
Salir del embotamiento, del estado de shock permanente, permite mirar con otros ojos. Inauguramos fases: empezamos por el estupor para pasar a la sorpresa, llegar a la indignación y aterrizar en la vergüenza. Lo siguiente será, dicen, la conciencia y la acción. Pero los signos, todos los signos, estaban ante nuestros ojos. La muerte de la postmodernidad era también la de nuestros últimos restos de dignidad y sentido común.
Nuestras sociedades han engordado nacionalismos desleales que han roto las solidaridades internas. Envueltos en banderas, unos hacían -están en ello- metrópolis neoliberales de individualismos salvajes y libertarios, con cantos a un hedonismo tan irresponsable como para dejar abandonados a los ancianos como perros con covid en una gasolinera. Mientras, otros jugaban al realismo mágico de las redes sociales para, con la misma pauta de individuación, minar y ametrallar el espacio de las mujeres con la trampa adjetival/pronombrativa y arrasar el feminismo.
Cuando llegó la destrucción de Gaza, debíamos haber explotado. ¿Cómo pudimos aceptar tamaña infamia, destrucción, inhumanidad y crueldad? ¿Cómo no sentimos una atroz vergüenza de no impedir ese genocidio? Al publicar los plutócratas americanos el asqueroso vídeo de la Riviera gazatí, debíamos haber asaltado el palacio de invierno.
El cambio de inflexión final ha estado en la entrevista/encerrona de Trump-Vance a Zelenski en el despacho oval: la conciencia de estar ante un presente falto de códigos, de ética real, de nulo aterrizaje moral, ha prendido la mecha.
Nuestro mundo está patas arriba. Ya lo estaba, pero estábamos muertos.
Hay una inmensa exigencia de orden que puede acabar con todo. No es solo aclarar lo de Ucrania y si OTAN sí o solo Euroforce. Se trata de coser internamente el exceso de mentiras y corrupciones: como un Mazón que está al borde de disolver al PP; una juventud sin vivienda que va a tomar las calles; un feminismo harto de apellidos de irrealidad… Todo está conectado. No es una restauración, aunque sí hay algo de poda, de reclamo del revolucionario sentido común, de abandono del cinismo.
La voladura del mundo ha de suponer ciertas bases éticas y democráticas. Pero el apocalipsis es una posibilidad real.
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