Al presidente del gobierno no le vale con las más de 93.000 palabras que tiene el Diccionario de la RAE y necesita darle patadas continuamente para inventarse palabras o expresiones con los que tergiversar el vocabulario para la que es su especialidad, tratarnos de tontos a los ciudadanos.
El lenguaje es una herramienta poderosa, capaz de moldear la realidad y alterar la percepción de los hechos. En política, esta capacidad se convierte en un arma estratégica, y pocos la manejan con tanta destreza como Sánchez.
Parafraseando una de sus expresiones «menudas inventadas»... Por poner las tres del pódium de la neolengua que es ese diccionario paralelo donde los eufemismos se convierten en norma: Tecnocasta, Fachosfera y Monomarental.
Hay otras expresiones que, utilizando palabras no inventadas, sonrojan a cualquiera que escucha las cosas claras.
El presidente no «indulta», otorga «medidas de gracia para la convivencia». No «sube los impuestos», los «ajusta para reforzar el Estado del Bienestar». No «pacta con independentistas», construye «espacios de diálogo y reencuentro». En este mundo lingüístico alternativo, la amnistía es «pasar página» y la falta de apoyos parlamentarios se traduce en un «gobierno de coalición progresista y plural».
Cada comparecencia presidencial es un ejercicio de malabarismo semántico. Aunque él sea el principal productor de Fango, se expresa como si solo les afectara a los que están al otro lado del muro que él ha cimentado. Donde ha definido que el resto son los malos y los de su lado del muro son los buenos, con él como salvador del mundo.
El problema de esta manipulación lingüística no es solo la confusión que genera, sino la erosión de la confianza en la política. Cuando las palabras dejan de significar lo que deberían, la credibilidad se resquebraja y el debate democrático se vuelve un juego de sombras. Quizá sea momento de reivindicar el viejo principio de llamar a las cosas por su nombre, por simple honestidad.