El pasado sábado, mientras mi hija y yo desayunábamos todavía envueltos en esa somnolencia tranquila que nos concede el fin de semana, mi 'pequeña' de catorce años rompió el silencio con una frase: «¿Pero qué es eso que suena?». Agudicé mi oído, porque reconozco que uno ya empieza a estar un poco 'teniente', y escuché una inconfundible tonadilla que venía de la calle. «Eso es el afilador», le dije; me miró con cara de extrañeza y la tuve que explicar que se trataba de una persona que va recorriendo las calles mientras los vecinos le llevan cuchillos o tijeras para que, ataviado de un pequeño motor que lleva instalado en una motocicleta, se encargue de afilarlos. Y para que la gente se entere de su presencia, toca una especie de armónica que hace ese sonido. Mi hija permaneció un segundo pensativa y de repente se levantó para mirar por la ventana aquel 'extraño' acontecimiento. Lo cierto es que, en aquel instante, fui consciente de que el tiempo, poco a poco, va cambiando nuestra vida cotidiana y aquella melodía que en otra época era algo habitual, ahora casi es una rareza casi anacrónica.
Ayer comenzaron las obras del Mercado Norte, o mejor dicho, su derribo. Todo un símbolo del final de una época y del principio de una nueva. Veo el vídeo que, bajo el eslogan de Un futuro a otro nivel, nos muestra en un minuto el proyecto del Ayuntamiento para peatonalizar todo el centro histórico y me provoca una sensación confusa. Por un lado, si se realiza, la ciudad dará un salto hacia la modernidad, pero a la vez, todo el universo que yo he conocido y en el que he desarrollado mi vida con todas sus penas, sus alegrías y sus infinitas sensaciones se transformará de tal manera que pasará a formar parte más de la memoria que del presente, al igual que aquel viejo mercado que un día acaparó una legión de personas para hacer la compra diaria o aquellos afiladores con su característica musiquilla que ya son más un recuerdo de niñez que una realidad. Esperemos que el cambio sea para mejor.