Ahora que el flamante nuevo presidente de Argentina, que durante la campaña representó a la perfección el papel de aficionado de barra brava en un partido Boca-River, ha anunciado que va a acabar con todo lo público, los que dicen ser defensores se rompen la camisa ante el desmantelamiento de los servicios de todos y lanzan una advertencia: aquí podría pasar lo mismo si no votas lo mismo que yo. Y lo dicen como si los que están ahora en el poder no hayan comenzado ya a plantearlo.
Porque cuando hablan de lo público se están refiriendo, por supuesto, a la educación y la sanidad. Con respecto a la primera, y tras cuatro años de mandato progresista, no se puede afirmar con rotundidad que los chavales salgan mejor formados que antes. Sobre la situación de la segunda, sólo recordar que los profesionales están cada vez más saturados y cansados. Ambos servicios dependen de las comunidades, pero el Gobierno recortó el gasto respecto al PIB. Una medida mandada de tapadillo a Europa hace un par de años. Supongo que si se le pregunta por el asunto a Sánchez dirá que «no», «niet», «nein». Y así en doce idiomas diferentes, como hizo con la ley de amnistía.
Lo más curioso es que los defensores de lo público son los que aplauden la subida de impuestos porque, precisamente, van para pagar la sanidad y educación. Bueno, y para sufragar la fiesta celebrada en Cataluña, las clases de twerking inclusivo pagadas por Igualdad con contratos menores y la más que probable privatización de las autovías. Esta última, de hecho, les parece perfecto. Quien use las carreteras, que las pague, dicen. Se olvidan de que la retirada de peajes, al menos en Burgos, ha reducido las muertes. También la desigualdad, que es el objetivo de un servicio público. No es por comparar un hospital con una autopista, pero cuando te desabrochas un botón es cuestión de tiempo que termines contra la pared.