Produce no poca rabia descubrir que nuestra ciudad ha degenerado, en un abrir y cerrar de ojos, en un lugar más bárbaro, más inhumano, mucho más desapacible que el Burgos que estábamos acostumbrados a habitar hasta la semana pasada. La decisión del gobierno municipal de suprimir las ayudas (poco más de cien mil euros en total) que concedía a las entidades sociales que atienden las necesidades más perentorias de las personas inmigrantes que arriban aquí ha echado por tierra nuestra reputación de urbe hospitalaria, y nos despierta un sentimiento de suciedad del que va a ser difícil desprenderse.
No esperábamos otra cosa, la verdad sea dicha, de un partido, Vox, que ha hecho bandera del racismo más repugnante («No es lo mismo traer a un marroquí musulmán que a un argentino católico», sostenía hace poco su portavoz en las Cortes regionales, el inefable Juan García-Gallardo), que saca a pasear bajo el mínimo pretexto las raíces cristianas de nuestra sociedad para luego defender sin rebozo alguno principios antievangélicos, y que vive de alentar una belicosidad cafre y despótica con la que presumir de redaños a la hora de hostigar a los más desfavorecidos.
Una indignación más honda despierta el PP, que se harta de repetir que Castilla y León es tierra de acogida pero que a la primera ocasión se baja lienzos y lenzuelos delante de un socio que, consciente de la pusilanimidad de Cristina Ayala y los suyos, le convierte en cómplice de esa repulsiva estrategia que consiste en atizar el miedo al forastero para ganar un puñado de votos, y también en máximo responsable de la que acaso sea la decisión más despreciable que haya adoptado un ayuntamiento democrático en la capital burgalesa.
Váyanse allá los valores de la solidaridad más básica, y también la advertencia del Banco de España de que nuestro país necesita acoger a más de veinte millones de inmigrantes en los próximos treinta años si queremos mantener la relación entre trabajadores y pensionistas: el PP acata las exigencias de la ultraderecha y consiente en atemorizar al personal más crédulo con la amenaza de un supuesto 'efecto llamada', que existe, sí, pero al odio y a la ignorancia, que es lo único que se promueve con este tipo de políticas. Lo dicho: qué asco.